Por Diego Tatián
En las Cartas luteranas, Pasolini reprochaba a su generación haber vivido de manera posfascista en vez de haberlo hecho de manera antifascista. Como si el fascismo hubiera quedado atrás y fuera cosa del pasado. Como si la sociedad del espectáculo y la vida dañada por el consumismo (y su imposibilidad tantálica para la mayoría) no estuvieran marcadas por sus efectos concretos. Como si haber sucumbido alguna vez a él y haberlo derrotado luego eximiera a una sociedad de su constante acecho. En la Argentina actual hay abierto un debate -impulsado entre otros por Rocco Carbone- acerca de una naturaleza íntimamente fascista del mito libertario de la libertad. Walter Benjamin escribió en los años treinta que un fascista no era otra cosa que un liberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias; quizá podamos trasladar la idea a nuestro contexto: un neofascista no es más que un neoliberal dispuesto… Pero este apunte no se inscribe en ese objeto de debate y más bien quisiera interrogar por su contrario: el antifascismo.
Antes, aún una precisión. De “fascismo” hay un significado estricto, que designa un acontecimiento histórico concreto. El que -con similitudes en otros países como la España franquista o el Portugal de Salazar- imperó en Italia durante 23 años, desde la Marcha sobre Roma en octubre de 1922 hasta pocos días antes del fin de la Guerra, extendiéndose a movimientos, partidos y grupos inspirados en él hasta el día de hoy. Pero también hay un significado “metafórico”, según una expresión de Horacio González durante el macrismo. Independizado del momento histórico y el fenómeno político concreto que designó originalmente, en efecto, fascismo es un término que a lo largo del tiempo adquirió una dimensión “evocativa”. Conforme esa acepción, procura dar cuenta de condiciones financieras, culturales, sociales, afectivas, lingüísticas… que hicieron posible la experiencia fascista, pero la sobreviven sin haber sido derrotadas en 1945. Aunque no haya otras naciones en cuya lengua exista la palabra fascio, y aunque de la marcha sobre Roma hayan transcurrido más de cien años, las condiciones que habilitan las pulsiones fascistas pueden restablecerse en cualquier lugar del espacio y en cualquier momento del tiempo. Ninguna sociedad se halla exenta de las pasiones, los temores, las retóricas y las miserias que hicieron posible históricamente la precipitación en el fascismo. Los rostros impotentes y oscuros que Igmar Bergman retrató en el comienzo y el final de El huevo de la serpiente no tienen tiempo -más bien, cada tanto, hacen un boquete en él.
Las matizaciones y la reticencia debidas al uso de ese término, no impide sin embargo que debamos procurar nutrir lo único que podrá preservarnos de una caída libre en la infinita violencia del desprecio hacia los demás: tener un corazón antifascista. Aunque (o porque) el fascismo es intermitente, el antifascismo deberá ser continuo. Sin él, el delirio supremacista en cualquiera de sus variedades (la “superioridad estética” aducida por el actual Presidente es una de ellas, sin ser incompatible con las demás) y el imperio consumado de la crueldad alcanzarán la banalidad a la que aspiran. El antifascismo es, también, un modo de la atención hacia signos provistos por cosas al parecer sin importancia: en los vínculos, en las imágenes que capturan la sensibilidad, en la lengua pública, en los consentimientos que la propaganda inocula en el sentido común. Una atención a esos signos que comienzan a invadirlo todo, que no equivale a una vigilancia de la vida de los otros, ni una reprensión de los modos en que hablan, ni una imposición de sentido contrario, sino a una paciencia crítica que revela lo siniestro en la banalidad.
Durante los años 20 y 30, el antifascismo literario de Borges redundó en cuentos memorables (como el “Deutsches Requiem”) y en varios ensayos entre los que destaca la “Anotación al 23 de agosto de 1944” (día de la Liberación de París), donde se postula una conjetura extraordinaria y una deducción a priori de la derrota del nazismo: “El nazismo -dice Borges allí- adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad de su yo, puede anhelar que triunfe…” (incluso Hitler -concluye-, en cuanto ser humano que es, en lo más recóndito de sí, quiere ser derrotado). Maravilla. Sin embargo, tal vez debamos ser menos optimistas que Borges en lo que respecta a la espontaneidad de los anhelos recónditos que reservan los seres humanos para sustraerse a lo que no puede ser habitado durante mucho tiempo. Una prudencia elemental recela de esa confianza. No va de suyo que una reacción íntima atesorada en las personas por el solo hecho de serlo se volverá manifiesta antes de que la destrucción sea irreversible. La acción política de sentido antifascista no presupone esa creencia, o en todo caso la concreta por el trabajo político, por el conocimiento, por el pensamiento, por una constante resistencia cultural explícita y por la educación (que dista de ser propaganda y de confundirse con un pedagosismo infantilizador).
Sería tranquilizador poder pensar esto: nadie puede anhelar de verdad la perpetuación del mileísmo; es posible resignarse provisoriamente a él por odio, por rencor, por pasiones tristes inducidas con eficacia en el cuerpo social, por engaño consentido, por resignación televidente, pero nadie “en la soledad de su yo” puede querer la consolidación de la violencia ejercida en continuación, la amenaza de suprimir lo que no se comprende o lo que no se comparte, la chabacanería, el insulto como forma emblemática de trato, la destrucción social, económica, cultural, institucional y hasta psicológica hacia las que el mileísmo ha arrastrado a la Argentina. Sería tranquilizador. Sin embargo, esa “soledad del yo” no existe; sólo existen los afectos que saturan la vida dañada y se aprovechan de ella para imponer la perpetuación de ese daño, a cambio de una gratificación compensatoria provista por el cumplimiento de un extraño deseo: que la desgracia sea universal. Esa afectividad oscura -obra de un régimen que promueve lo peor de los seres humanos- solo puede ser revertida por otra afectividad más fuerte y de sentido contrario. Es esa la tarea del antifascismo.
Es decir, no importa demasiado si lo que existe debe ser llamado fascismo, o debemos encontrar aún la palabra que dé cuenta de sus crueldades. Se llame como se llame, lo que no debemos resignar es la palabra que designa el trabajo de revertir la trama de afectos sociales que lo hicieron posible, y contener en ella el anhelo de evitar su perduración: antifascismo. Se tratará siempre de sostener el antifascismo, y de volverlo común para que lo inhabitable no se produzca. Y si lo hace, para que dure poco tiempo.
Coda en sordina. En 1983, Norberto Bobbio pronunció una conferencia con el título Elogio della mitezza, que ha sido traducido como “elogio de la templanza” pero puede serlo también -no obstante los problemas que se indicarán- como “elogio de la mansedumbre”. Mitezza es una palabra que el italiano ha heredado del latín (en castellano no existe, solo el verbo “mitigar” la evoca) y un importante matiz la diferencia de mansuetudine. La mansedumbre en sentido de mitezza no es -como la mansuetudine– algo de orden individual sino que refiere una forma de vínculo con los demás, un modo de ser respecto de los otros, es decir alberga una dimensión pública y social. Es siempre activa y abierta al mundo. Una disposición y una disponibilidad. También, una potencia. Dice Bobbio: “la potencia de dejar a otro ser lo que es”. Así entendida de ahora en más cuando hablamos de ella (como mitezza), la mansedumbre es la potencia de los débiles, de los humillados y nunca de los poderosos. Sus contrarios son la soberbia, arrogancia, la protervia, la imposición de reconocimiento, la competencia, la vanagloria. Dicho esto, es necesario inmediatamente precisar que mansedumbre no equivale a sumisión, ni a pasividad ni a consentimiento ni a resignación ni a aceptación impotente de una dominación dada. Tampoco se confunde con la humildad ni con la modestia. No es una tristitia.
Y precisar también que el de mansedumbre no es un concepto político -incluso, dice Bobbio, es “la otra cara de la política”. La política, en efecto, es lucha por el poder. Y el poder no encuentra otro límite que el poder: nunca se detiene ante las meras palabras que reclaman justicia, ni ante las puras ideas, por lo que toda perspectiva emancipatoria deberá asumir una materialidad concreta sin la nunca podría prosperar. La mansedumbre, en cambio, es impolítica. Escribe el viejo filósofo que ha dedicado su vida a la reflexión sobre la política: “Precisamente por eso [la mansedumbre] me interesa de manera particular. No se puede cultivar la filosofía política sin tratar de comprender lo que hay más allá de la política, sin adentrarse, precisamente, en la esfera de lo no político, sin establecer los límites entre lo político y lo no político. La política no lo es todo. La idea de que todo es política es simplemente monstruosa. Puedo decir que he descubierto la mansedumbre en este viaje de exploración más allá de la política”.
Lo que en sordina quisiera sugerir es que, así comprendida, como el exacto contrario de la afectividad odiante que impera por habilitación ideológica, la mansedumbre puede ser considerada el corazón impolítico de las luchas políticas que deberá librar el antifascismo. Para ser eficaz deberá hacerlo sin ingenuidad y sin candor, con el realismo y la intensidad que impone el combate cultural y social contra lo que hay en frente. Sin candor. Impulsado por una mansedumbre activa.