por Matías Saidel
Como se sabe, Milei se lanzó a la arena pública presentándose como un defensor a ultranza de las ideas de la escuela austríaca en su vertiente anarcocapitalista. Inspirándose en las propuestas de Rothbard y Hoppe, Milei abogó por el cierre del banco central, la drástica reducción de impuestos y la máxima libertad económica como pasos necesarios hacia una sociedad sin Estado. Eso iba de la mano de un rechazo al igualitarismo, a la democracia y a la idea de justicia social, denunciada una y otra vez como un robo. Sin embargo, su carrera hacia la presidencia y su primer año y medio de gobierno lo llevaron a tomar medidas muchas veces contrarias a las que postulaba originalmente, sin renunciar a la “batalla cultural” contra cualquier forma de “progresismo”, sea este el feminismo, el movimiento LGTBIQ+, los derechos humanos, el ambientalismo, la educación pública, el comunismo, etc. Para entender esta tensión, en este breve escrito me propongo contraponer algunos aspectos de la crítica paleolibertaria al Estado y a la democracia realizados por Hoppe y la práctica efectiva del primer presidente (paleo)libertario en el marco de lo que llamo neoliberalismo recargado.
El libertarismo reaccionario de Hoppe y su ataque a la democracia
Si bien el pensamiento neoliberal siempre tuvo temor a la tiranía de las mayorías y sus tendencias a requerir un mayor intervencionismo estatal, Hoppe va un paso más allá, al señalar que la democracia es un sistema inherentemente colectivista que, a través del Estado de bienestar, ha llevado a la degeneración moral y la decadencia cultural de Occidente. En ese marco, si los neoliberales “clásicos” buscaban neutralizar la soberanía popular con un Estado fuerte que establezca derechos de propiedad inviolables y fomente la competencia en el mercado, los paleolibertarios buscarán destruir tanto a la democracia como al Estado.En ese marco, Hoppe atribuía en el 2000 los salarios estancados, altas tasas de desempleo, aumento de la deuda pública, sistema de seguridad social en bancarrota no al neoliberalismo, como sostendría David Harvey, sino a la democracia. Esta sería la responsable de “una creciente degeneración moral, la desintegración familiar y social y la decadencia cultural como se observa en las altas tasas de divorcio, paternidades ilegítimas, abortos y criminalidad”. (Hoppe, 2000)
Para Hoppe los derechos de propiedad solo pueden garantizarse en un orden regido por la moral judeocristiana y la familia heteropatriarcal. A una democracia que inevitablemente lleva a la tiranía, a la debacle civilizatoria y al desastre económico, debidos al cortoplacismo (alta preferencia temporal) Hoppe opone, de mínima, un retorno a la monarquía hereditaria, donde un gobierno de derecho privado buscará conservar el capital, y de máxima, puesto que todo Estado es ilegítimo, a orden un “natural”. Este sería una asociación sin Estado, de derecho privado, y con agencias de seguros de adhesión voluntaria proveedoras de ley y orden en régimen de libre competencia.
Para Hoppe, la creencia en la existencia de un orden natural es lo que define también a un conservador. Frente a quienes considera como conservadores nacionalistas, socializantes o estatistas Hoppe sostiene que el conservadurismo y el libertarismo son complementarios y que el estado de bienestar es incompatible con la vuelta a la familia tradicional, puesto que este sería la verdadera causa de las anomalías culturales y sociales que han llevado a la desintegración social. El sistema de la seguridad social, junto con el más antiguo sistema de la educación pública obligatoria, constituiría un grave ataque contra la institución de la familia y la responsabilidad personal. Dispensando a los individuos de la obligación de ocuparse de sus propios ingresos, de su salud, de su seguridad, de su vejez, de la educación de los hijos o de la manutención de los ancianos, se reduce el horizonte temporal de la provisión privada, disminuyendo así mismo el valor del matrimonio, la familia, la descendencia y las relaciones de parentesco. En esta lógica, el Estado explota a quienes ahorran y pagan impuestos para favorecer a los que reciben esas ayudas, que serían los explotadores. Y, con ello, fomenta conductas antisociales. De allí que el único orden social justo, donde se respetaría el famoso principio de no agresión, es la anarquía de la propiedad privada. Y no hay propiedad privada sin derecho de exclusión y de discriminación. Por eso, una comunidad basada en la propiedad familiar enfrenta la doble amenaza del igualitarismo y del relativismo cultural. Por ello, a diferencia de los libertarios de izquierda a quienes Hoppe considera como eternos adolescentes, una comunidad libertaria debería promover la “discriminación contra los igualitaristas, demócratas, socialistas, comunistas, multiculturalistas y ecologistas, contra las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad” (Hoppe, 2000).
En suma, para Hoppe, la vuelta a la normalidad exige la erradicación total del actual sistema de aseguramiento social, lo que equivale a la casi completa disolución y desmantelamiento del aparato estatal y del poder del gobierno. Por eso los verdaderos conservadores tendrían que ser libertarios de la línea dura antiestatista.
Paleolibetarismo mileísta: entre la retórica antiestatista y la realidad del neoliberalismo recargado
Si bien Milei repitió ad nauseam muchas de las ideas precitadas, durante este año y medio fue criticado por Hoppe en dos ocasiones como un “payaso” que no solo no disolvió el banco central ni estableció dinero metálico ni redujo impuestos de manera significativa, sino que además apoya al imperialismo y sus aventuras belicistas que necesariamente derivan en más estatismo. En ese sentido, a pesar de que se presenta como el topo que viene a destruir al Estado desde adentro, Milei toma apenas algunos aspectos del paleolibertarismo y, en particular, la estrategia populista de derechas ideada por Rothbard en los ‘90, según la cual se debe apelar a las masas denunciando que son explotadas por las élites políticas, intelectuales y mediáticas (la tan mentada “casta”). En ese marco, si bien Milei no ceja en la “batalla cultural” de las derechas radicales, sus medidas no difieren sustancialmente de experiencias neoliberales previas con las cuales además se identifica, como el thatcherismo -con su fuerte impronta combativa y represiva- y el menemismo -del cual se repite como farsa- por no hablar de la política económica de Martínez de Hoz, que inició la espiral de plata dulce, bicicleta financiera, endeudamiento y fuga de capitales que este gobierno -dirigido por el equipo económico responsable de la debacle macrista- ha vuelto a poner de moda. Para garantizar la desregulación de la economía, la reducción del gasto público y el disciplinamiento de las clases trabajadoras, se ha valido de la represión brutal de la protesta social, del ataque violento a toda práctica o discurso opositor y de una concentración de poder en el ejecutivo que, al menos hasta hace poco, le permitía gobernar sin sobresaltos. En ese sentido, más que a un orden anarcocapitalista estamos asistiendo a un “neoliberalismo recargado” que conjuga nuevas formas de producción de subjetividad con lógicas extractivas y desposesivas, que ha ido horadando a la democracia liberal y social y al propio Estado de Derecho, declarando la guerra a discapacitados, jubilados, mujeres, pobres, disidencias sexuales, feministas, zurdos, planeros, ñoquis, kukas, etc.
A diferencia de lo que proclamaba cuando era un predicador en el desierto de las ideas anarcocapitalistas, el Milei presidente sigue la lógica neoliberal que, que para proteger la propiedad privada y al mercado, garantizando la mercantilización y privatización de nuevos sectores, necesita fortalecer las capacidades represivas del Estado, olvidando sus diatribas sobre la importancia del capital humano, lo que incluye salud y educación. En ese sentido, mientras se invierte en armamento y dispositivos represivos, se destruyen de manera acelerada las funciones económicas y sociales del Estado. Milei demuestra así que un capitalismo sin democracia -con el cual sueñan paleolibertarios y neorreaccionarios- es un proyecto sumamente viable y rentable, tal como lo demuestran varios países asiáticos. Imaginar un capitalismo sin Estado es un tanto más difícil.