por Juan José Giani *
A mediados del siglo pasado Atilio García Mellid publicó un libro sustancial para el pensamiento político, “Montoneras y caudillos en la historia argentina”. Ese texto contiene variadas riquezas, pero la principal de ellas es que de algún modo termina configurando la corriente que luego irá adquiriendo el nombre de “Revisionismo”.
Por cierto que ese influyente movimiento cultural había emergido bastante tiempo antes, solo que con un núcleo de características básicas que luego tomaron un perfil polifacético. La versión “liberal” o “mitrista” de la historia (así comienza a denominársela) fue su contrincante exclusivo, y el centro de esa polémica se centra en la figura de Juan Manuel de Rosas. Personificación sintomática de la barbarie hispano-criolla, el Restaurador de las Leyes se yergue como obstáculo intolerable para la modernización capitalista y republicana que los pregoneros del curso progresista de la historia esgrimían tanto en su versión romántica como positivista.
Con la batalla de Caseros como parteaguas de una nación que a partir de allí había transitado los placenteros senderos de la Civilización, se monta un aparato simbólico que tenía por columna vertebral la monumental obra que Bartolomé Mitre le dedica primero a Manuel Belgrano y más tarde a José de San Martín.
Pues bien, ese paradigma venturoso va menguando paulatinamente su potencia, y a principios del siglo XX su resquebrajamiento se vuelve evidente. Los efectos devastadores de la Primera Guerra Mundial (a escala del Occidente todo), la Revolución Mexicana (en su dimensión latinoamericana) y el triunfo de Hipólito Yrigoyen (en su anclaje local), indican que la arquitectura filosófica y política de ese etapismo evolutivo había agotado su ciclo interpretativo.
De otra manera, si hasta entonces el pasado era sinónimo de rémora o pernicioso anacronismo, a partir de los nuevos vientos teóricos ciertos reservorios antes vilipendiados debían ser recuperados en aras de recomponer la identidad de las naciones. En ese marco ingresa una reconsideración de la figura de Juan Manuel de Rosas, quien luego de haber encarnado la bestia negra de un país que buscaba emular a Inglaterra o Estados Unidos, pasa a funcionar como ejemplo inspirador frente a los aparentes descalabros de una modernización tambaleante.
Ese elogioso interés por el gobernador de Buenos Aires conlleva sin embargo notorias ambivalencias ideológicas. En sus primeros escarceos (pensemos por ejemplo en Ernesto Quesada o incluso José María Ramos Mejía)), esa buena ponderación implica celebrar su aporte disciplinador a la unidad nacional luego de traumáticas guerras civiles, aunque el mayor vigor de la nueva percepción llega de la mano de un fuerte sentimiento antidemocrático.
En el marco del supuesto descontrol que aqueja a la Argentina luego de la sanción de la Ley Saénz Peña y el acceso al poder de Hipólito Yrigoyen, perspectivas como la de Carlos Ibarguren consideran a Rosas estandarte de un orden jerárquico virtuosamente autoritario que deberá prontamente recuperarse frente a la creciente ausencia de las imprescindibles jerarquías sociales.
Y finalmente, y este es el espíritu que parece presidir la inauguración en 1937 del Instituto que lleva el nombre del inédito prócer, las menciones apologéticas coinciden con los bríos antiimperialistas que inundan la vida nacional luego de la crisis capitalista del año 1929 y de las claudicaciones que se plasman en el satanizado pacto Roca-Runcimann. Es el Rosas que le dobla la mano al poderosísimo colonialismo anglo-francés primero en el bloqueo de 1838 y luego en la ilustre batalla de la Vuelta de Obligado.
El dato saliente hasta aquí, sin embargo, es que esta querella simbólica contra la denostada tradición liberal incluye solo de manera muy lateral a los caudillos federales. Recordemos que Bartolomé Mitre había sido lapidario con ellos (con José Gervasio Artigas a la cabeza de los vilipendiados y con la solitaria excepción de Martín Miguel de Guemes por su heroico desempeño guerrillero contra las tropas españolas en la frontera norte), y Domingo Faustino Sarmiento desarrolló en el “Facundo” una antropología de la patria en la cual esos personajes acopiadores de barbarie eran la expresión organizativa del gaucho malo.
Mitre los considera responsables del desguace de una nacionalidad que él imagina preexistente al propio acto emancipador de Mayo, y Sarmiento establece una sólida línea de continuidad entre el Tigre de los Llanos y Rosas. El primero exhibe como instinto genuino pero terrible lo que el segundo convertirá en savia racional y sistemática de su oprobiosa tiranía.
Es plausible postular que ese desinterés inicial del revisionismo por los caudillos se debe al paulatino fastidio que la mayor parte de ellos va acumulando respecto de la hegemonía de Rosas (que incumple los compromisos asumidos en el Pacto Federal de 1831 para dictar una Constitución y compartir los recursos de la Aduana), pero en cualquier caso justamente uno de los atractivos centrales del libro de García Mellid es el de introducirlos como columna vertebral de su enfática embestida hermenéutica acerca de los sentidos de la historia nacional.
Nuestro autor era un activo miembro del forjismo, agrupamiento que como bien sabemos convirtió al antiimperialismo en una consigna básica de su carta de presentación. Ese antiimperialismo suponía denunciar los tentáculos económicos de tal mecanismo de sujeción, pero también almacenar un armamento intelectual que pudiese demostrar la connivencia entre la historiografía liberal y las nocivas apetencias del León Británico.
Como queda dicho, su operación no se contenta con convertir a Rosas en precursor de un soberanismo combatiente, sino además agregar en esa épica resistente a una larga lista de caudillos que habían encarnado la dignidad de un pueblo reacio a ser dominado. Un federalismo instintivo y auténtico arraigado en las masas rurales y cuyos líderes habían colisionado contra el elitismo enajenado de los doctores de Buenos Aires; cómplices desde tiempos muy remotos de distintas estrategias de entrega del patrimonio nacional.
García Mellid despliega no obstante un armado exegético mucho más ambicioso. En primer término, postula la cristalización de un elemento que termina constituyendo un rasgo nodal del revisionismo nacional-popular, la lógica de la recurrencia. Puesto de otra manera, una lucha ancestral organiza el conjunto de los hechos significativos de nuestro desenvolvimiento como nación, y esa estructura inmutable va mutando de rostros que portan sin embargo idénticos ideales. En contextos bien distintos, los motivos del desempeño político son en algún punto exactamente los mismos.
Pero el asunto no termina allí, pues a esa lista de personajes ahora festejados deben sumarse los que expresan esa gesta pero ya en el siglo XX. Es sintomático el momento en que esta obra se da a luz, y que no es ni más ni menos que en los primeros meses de 1946, año en el cual Juan Domingo Perón triunfa en las elecciones que lo convierten en Presidente de la Nación.
El ímpetu autonomista y plebeyo que anidaba en la memoria social permaneció en estado de latencia, acallado tanto por el régimen oligárquico que se instala con la Generación del 80 como por las trapisondas entreguistas y violatorias de la voluntad popular que con los años pasó a conocerse como la “Década Infame”. Yrigoyen en primer lugar y luego el salvífico Coronel que es rescatado en las icónicas jornadas del 17 de Octubre vienen a rescatar con inusitada potencia el sentido de aquellas luchas que habían encabezado en su momento montoneros como Juan Facundo Quiroga, José Gervasio Artigas, Felipe Varela o Ángel Vicente Peñaloza.
A ese anudamiento de proceratos que con el tiempo será característico del nacionalismo popular es García Mellid (junto en parte con Raúl Scalabrini Ortiz) quien en buena medida lo inaugura, donde Perón adquiere el rótulo de supremo Caudillo, manifestación máxima de una veta idiosincrática de la nación. “Braden o Perón” (antinomia liminar en la puja contra la Unión Democrática) se apalanca entonces en ese fecundo legado histórico, tronco litigioso de la vida política que rastrea en el pasado el irrefutable empuje de gloriosos personajes que a su vez encuentran en el debutado gobierno su más cabal representante.
PERON Y EL REVISIONISMO
Valga la paradoja, el recién encumbrado líder de masas no veía en sus inicios con buenos ojos toda esa estructura interpretativa que tan entusiastamente lo elogiaba. Para empezar, ese empeño en calificarlo como caudillo (tarea que además de García Mellid emprenden otros notorios intelectuales del peronismo como John William Cooke o Rodolfo Kusch) no se condecía en lo más mínimo con la visión que Perón tenía sobre ese tipo de liderazgos. En uno de sus libros medulares, “Conducción Política”, explicita una clasificación en la cual tanto la figura del caudillo como la del político reciben fuertes recriminaciones.
El primero por manipular a una masa inorgánica que en tanto tal carece de un adecuado rumbo, y el segundo por embanderarse detrás de un interés faccioso y limitado que no interpreta cabalmente las prioridades generales de la nación. Perón se presenta entonces como Conductor, figura excepcional que se distingue por cuando dicta Doctrina. Serie sistemática de verdades trascendentes que en tanto resultante del singular proceso histórico de un pueblo dota a este de un destino superior que le garantiza la liberación de los imperios dominantes y sus internos aliados oligárquicos.
Pero más en general, ese Conductor ahora instaurado desestima las recomendaciones del revisionismo, o en todo caso las reduce a su entronque con la prestigiosa saga de don José de San Martín, que al igual que el Presidente electo fue un militar patriota que solo desenvainó su espada para garantizar la independencia americana.
Una pregunta pertinente es porqué se manifiesta esa reluctancia, y bien podría sostenerse que se vincula con una suerte de bonapartismo historiográfico que caracteriza a las liturgias del primer peronismo. Queremos decir, Perón tras su súbita aparición carece de todo anclaje partidario y para conformar su nueva fuerza convoca a dirigentes provenientes de casi todo el arco político. Lo que implica entre otras cosas un delicado respeto simbólico por las heteróclitas fuentes interpretativas que cada uno de esos actores trae consigo.
Solo por citar un ejemplo, entre tantos otros. José María Rosa (nacionalista católico) y Rodolfo Puiggrós (marxista leninista) engrosan gratamente las filas del movimiento, solo que el primero es un baluarte del más tradicional revisionismo y el segundo edifica la naciente historiografía del Partido Comunista vapuleando a Rosas como un retrógrado continuador del feudalismo que había entorpecido la impostergable revolución democrático-burguesa.
Pero esa perspectiva de Perón no era solo táctica sino también teórica, porque lo que denomina Doctrina supone un conjunto sustantivo de principios que sin ser lábiles deben ser lo suficientemente flexibles como para acoger en su seno a linajes ideológicos que bien podían provenir del radicalismo, variantes del nacionalismo o las izquierdas. Las tres banderas (soberanía política, independencia económica, justicia social) eran el generoso paraguas normativo en torno al cual se nucleaban todos aquellos que se mostrasen dispuestos a enfrentar a las perniciosas fuerzas de la antipatria.
Esa posición irá sin embargo mutando al ritmo de la realidad misma. Uno de los rasgos sin dudas más notables y misteriosos de la vida política argentina, es que Perón concibió a su movimiento como un espacio aglutinador (casi al borde del unanimismo) de una inmensa voluntad nacional de emancipación, y no obstante ello, la consecuencia fue una partición antagónica de las identidades que llegó al paroxismo, bien lo sabemos, con el golpe de estado de 1955 y el posterior exilio y proscripción del líder.
Esa dramática partición, cuyos lesivos efectos aún no se han disipado, provoca notorios impactos en las miradas sobre el pasado, y eso acontece en ambos bandos de la contienda. En el caso de antiperonismo, la tarea de sacarse de encima al tirano prófugo no puede circunscribirse a una mera controversia programática o de intereses, sino que requiere alimentarse de ejemplaridades emanadas del procerato liberal del siglo XIX.
De la misma manera que los luchadores de la independencia habían batallado contra el oscurantismo hispano y la Generación del 37 contra las arbitrariedades del déspota Juan Manuel de Rosas, el General Aramburu y el Almirante Rojas arribaban para encabezar una asonada democrática acompañada por todas las más clarividentes fuerzas cívicas de una mancillada república.
Perón, ante la evidencia de las insuficiencias o el fracaso de su omnicomprensiva convocatoria a consensos liberadores, decide por fin nutrirse de las batallas argumentales del revisionismo que hasta allí había desestimado. Como si se apropiase de aquellas apreciaciones iniciáticas de García Mellid, el Conductor pasa de personaje inusitado y extraordinario destinado a galvanizar una comunidad, a célebre continuador de enfrenamientos primordiales que lo emparentan con San Martin, Rosas, Yrigoyen y los caudillos de la nación insumisa.
El peronismo deja de ser entonces un acontecimiento único (que por lo demás, imaginaba Perón, venía a ofrecer una filosofía política tercerista con capacidad de rescatar a Occidente de su crisis terminal de valores) a episodio contemporáneo de un blasón heroico que subyacía como una latencia ahora resucitada. Nomenclaturas, bibliografías y discursos se acumulan, en la convicción de que el choque contra la Argentina proimperial y gorila requería también imprimirle una rotunda derrota en el terreno de las interrogaciones por el pasado.
TRIBULACIONES Y OCASO DEL REVISIONISMO
El revisionismo nacional-popular entregó obras perdurables e influyentes pero también un esquema analítico siempre fronterizo con un rígido esquematismo. Su denuncia sobre las cegueras culturales de la historia subsidiaria del mitrismo fue en más de un caso certera y reveladora, pero la suposición de que las complejidades del enfrentamiento político pueden reducirse a un binarismo impertérrito presenta palpables debilidades conceptuales.
Pero en cualquier caso, su incidencia en la construcción de opinión pública fue rotunda y sus repercusiones en los tejidos militantes y dirigenciales devino por demás contundente. Las explicaciones acerca de tal suceso son varias, pero vale aquí destacar una de ellas. La persistente empiricidad de la historia transcurrida parecía confirmar su principal hipótesis de combate. Esto es, desde 1946 hasta 1983 cada vez que las urnas pudieron hablar sin ataduras ni trampas, los gobiernos emanados de ese pronunciamiento (de la mano obviamente de un líder al que sus enemigos perseguían justamente para evitar el apabullante apoyo que lo plebiscitaba), decían defender con ahínco las banderas del antiimperialismo y la justicia social.
Las cosas se complican y mucho luego de finalizada la dictadura militar. En primer lugar, por el inesperado éxito en los comicios del 30 de octubre de 1983 del Dr. Raúl Alfonsín, cuyo bagaje axiológico podía calificarse sumariamente como liberal. Para confirmarlo, solo basta recordar que el líder de la UCR solía culminar sus discursos de campaña recitando el preámbulo de la Constitución de 1853, añorando una Republica que había sido luego bastardeada por el autoritarismo y el corporativismo sindical-militar.
Por si esto fuese poco, el frondoso dispositivo comunicacional afín al gobierno se desplegaba en idéntico sentido. Películas de notable repercusión como “Camila” o “La república perdida” marcaban un clima de época, con directores y guiones claramente orientados a erosionar la figura de Rosas y sus epígonos, y a señalar como el estado (prototípica institución benéfica para el nacionalismo popular) podía convertirse también en un sofisticado y tremendo aparto represivo y asesino.
La ligazón esencial entre vida popular, peronismo e impetuoso soberanismo queda seriamente averiada, lo que deja al revisionismo en estado de perpleja expectancia. Recordemos al respecto a uno de sus máximos difusores, Jorge Abelardo Ramos, quien aún muy activo en aquellos años incurrió en el tangible desatino de considerar a Alfonsín un agente encubierto de los intereses norteamericanos y a su predicamento cultural un episodio fugaz producto de una inopinada desatención de las masas.
No obstante, el que firmó el certificado de defunción del revisionismo fue Carlos Saúl Menem, intempestiva irrupción que llega al poder invocando un aguerrido federalismo populista y termina suscribiendo a rajatablas todas las recomendaciones del Consenso de Washington. La desestabilización hermenéutica que ya se había insinuado con Alfonsín llega aquí al paroxismo, pues no solo el programa fuertemente neoliberal que se pone en marcha es reelecto con holgadas mayorías en 1995, sino que esas transformaciones saludadas con algarabía por el imperio del norte y la gran burguesía son puestas en práctica por el movimiento que esos mismos sectores habían procurado extirpar drásticamente del sistema político argentino.
PARA UNA GENEALOGIA DEL MENEMISMO
El interrogante resulta inevitable, Cómo fue posible que el movimiento peronista produjera y acompañara un liderazgo que al arribar al gobierno contradijo casi en todo el pensamiento del General Perón y el contenido programático de sus tres gobiernos? Por aquel entonces, y como suele ocurrir cuando un pronunciamiento popular disgusta, proliferaron explicaciones sobre supuestas vacuidades y extravíos de la conciencia social, pero sin embargo visto en perspectiva algunas tangibles razones permiten desentrañar aquellas insólitas circunstancias. Veamos.
En primer lugar, el país venía de ese proceso extremadamente traumático que fue la hiperinflación del año 1989, situación aleccionadora y conmocionante que derivó en que el Régimen de Convertibilidad instrumentado por Domingo Cavallo funcionara como medicina salvadora. Es oportuno mencionar aquí que ese modelo, aunque ideológicamente nocivo, no solo disminuyó drásticamente la inflación sino que hasta principios de 1994 permitió que la economía tuviera un aceptable crecimiento y la pobreza cayera significativamente.
En segundo lugar, el programa furibundo de privatizaciones (tan ajeno a la tradición nacional-popular) consiguió consentimiento social porque el Estado realmente existente en aquel tiempo se encontraba desfinanciado, exponía rasgos a todas luces burocráticos y niveles muy altos de ineficiencia. La prestación de los servicios públicos era deficiente y morosa, acrecentando persistentemente el malestar ciudadano.
En tercer término, el triunfo de Carlos Menem coincidió casi con exactitud con un hecho que cambió rotundamente el mapa geopolítico del mundo contemporáneo. Nos referimos a la implosión del socialismo real y la desintegración de la Unión Soviética como potencia imperial. Eso conllevó la instauración de una hegemonía absoluta de los Estados Unidos como polo militar y económico y de la globalización neoliberal como doctrina dominante. El esquema bipolar de posguerra que conociera Perón había desaparecido, y Menem optó por adaptarse a ese trastocado escenario de la peor manera alineándose incondicionalmente detrás de los Estados Unidos.
En cuarto lugar, el paso de la dictadura militar (devastador en todos los sentidos) golpeó especialmente al cuerpo político del peronismo. Miles de militantes muertos, desaparecidos y exiliados implicaron la anulación de una generación completa de valiosos cuadros, por lo cual la foto de la dirigencia en la posdictadura (salvo por supuesto honrosas excepciones) exhibía resabios de un peronismo derechizado y emergentes nuevos aunque ya ideológicamente claudicantes.
Y por último funcionó lo que cabe denominar el mito del peronismo. Esto es, muchos de sus integrantes convalidaron el giro neoliberal de Menem por considerarlo un gesto fugaz de ubicuidad, un desplazamiento pragmático acorde con la tempestuosa coyuntura, un reacomodamiento que más pronto que tarde se encauzaría con un retorno a las fuentes. Como bien sabemos, nada de eso ocurrió. El menemismo fue un intento profundo y duradero de vaciar al peronismo de su impronta nacional, popular y transformadora.
Por lo demás, Menem introdujo un giro particular al historicismo que urdió al entramado filosófico del peronismo a partir de la década del 60. Si para el último Perón efectivamente la historia transcurre evolutivamente hacia lo que él catalogaba como “La Hora de los Pueblos”, y la tarea del Conductor era acompañar con realizaciones esa teleología liberacionista (en sintonía con procesos que en todo el Tercer Mundo parecían marchar en análoga dirección); el ex gobernador riojano conserva esa lógica pero a su vez la subvierte, pues lo inexorable ya no será la Comunidad Organizada y la horizontalidad de clases sino la utopía neoliberal comandada por el único mundo que queda en pie luego del desplome del comunismo soviético.
Hoy algo olvidado, el texto de un politólogo y funcionario del Departamento de Estado, Francis Fukuyama, (cuyo concluyente título era “El fin de la historia y la muerte del hombre”) orientaba la cosmovisión y la praxis del gobierno argentino, pues nutriéndose algo forzadamente de la filosofía de Hegel anunciaba que a fines del siglo XX la dialéctica dejaba de operar y se desplegaba en todo el planeta (lidiando solo con las rémoras de algunos supérstites fanatismos religiosos) el triunfo definitivo de la democracia liberal y de un capitalismo sin odiosas interferencias estatales.
MILEI, MENEM Y LA TRADICION LIBERAL
Un rasgo llamativo del Presidente Javier Milei es que habiendo surgido de canteras aún enigmáticas y poco exploradas e invocando su condición de novedad absoluta, dentro de su denominada batalla cultural el anclaje histórico ocupa un lugar relevante. Consciente de que las empresas del presente se vigorizan cuando recurren a las glorias de antaño, toda su prédica se ha empeñado en destacar las virtudes de la Generación del 80, en una secuencia que razonablemente liga al último Alberdi con las administraciones de Julio Argentino Roca.
No es aventurado señalar que este ejercicio retrospectivo es inédito en la política argentina, pues ninguno de los anteriores presidentes democráticos procedieron de tan enfática manera. Los mandatarios de la Unión Cívica Radical estaban impedidos de hacerlo, pues si bien reconocían a los constituyentes del 53 como ejemplos de republicanismo, la Argentina de fines del siglo XIX moldeada bajo los influjos de positivismo fue catalogada lapidariamente como un “régimen falaz y descreído” y su líder emblemático (Roca) como un personaje despreciable con quien no cabían pactos de ninguna especie.
Perón, ya fue dicho, al principio no ataca a la tradición liberal pero tampoco la exalta, y luego de 1955 se convierte en fogonero de un enfrentamiento abierto contra el conjunto de sus herederos.
Y Mauricio Macri, cuyo (neo) liberalismo es indudable al menos desde lo económico, convivía en su Coalición con Elisa Carrió y la propia UCR, lo que le impedía afirmar como Milei en estos días que todo se pudrió en el país luego de la experiencia populista de Hipólito Yrigoyen.
En el caso de Menem ocurre una cosa muy sintomática. Por un lado, Milei lo incluye elogiosamente en el listado de destacados exponentes de su extremo paraíso libertario, lo que vuelve a exigir que el peronismo se pregunte como aquellos gobiernos del riojano pudieron ocurrir enancados en los linajes del movimiento de masas fundado el 17 de octubre de 1945.
Pero por el otro, nos recuerda que Menem fue refractario a entroncar su ideario privatizador y sus relaciones carnales con los Estados Unidos en las mieles de la tradición liberal. Interesante el punto. Apelar al revisionismo canónico hubiera bordeado el ridículo, pero archivarlo definitivamente hubiera profundizado un desconcierto identitario que fue lógicamente copioso para muchos de sus seguidores.
El camino emprendido por Carlos Menem fue el de la reconciliación simbólica, que no se plasmó como luego la ejecutó Mauricio Macri (omitiendo el debate histórico para ubicar bizarros animalitos en los billetes) sino ingresando en la puja valorativa de la historia con declarada vocación de síntesis. El pomposo retorno de los restos de Rosas al país y el sonoro abrazo con el Almirante Rojas fueron la muestra más rotunda de su pretensión de deponer enconos y clausurar definitivamente viejas rivalidades.
En ese marco, el gesto afectuoso con el Almirante no deja de ser elocuente. Esa medida, la más temeraria y desmesurada de esa operación de pacificación, muestra la escena de un Presidente por aquel entonces con mucho poder que se reúne con un hombre completamente retirado de la vida pública, pero donde el sistema de valores que preside esa armónica cita es el que siempre caracterizó al militar recalcitrantemente gorila.
Las desmesuras no culminan por cierto allí. El indulto a los miembros de la Junta Militar genocida y las cúpulas guerrilleras de los 70 pone en funcionamiento la peor versión de la teoría de los dos demonios. Terminar con los conflictos solo que al precio de la impunidad frente a crímenes horrendos perpetrados desde el estado.
Vale aquí la comparación con el primer Perón. Mientras el Conductor se nutre de prosapias diversas para combatir al embajador norteamericano y a los núcleos oligárquicos que lo cortejan, Menem apela al cierre de la historia para servir más fielmente a esos mismos intereses reaccionarios.
LUCES Y SOMBRAS DEL (NEO) REVISIONISMO
El kirchnerismo encaró un atendible intento por resucitar cierto revisionismo. Los feriados que rememoran la Vuelta de Obligado o la muerte de Martín Miguel de Guemes (“el padre de los pobres”) fueron precisamente en esa dirección. Fue un revisionismo en algún sentido actualizado, pues incorporó a la mujer y a los pueblos originarios (ausentes casi por completo en la axiomática original) en la figura de Juana Azurduy, y reemplazó la centralidad de Juan Manuel de Rosas por la del dirigente a la vez bonaerense y federal Manuel Dorrego (dándole ese nombre a un Instituto fundado con apoyo oficial).
Esa reaparición es en algún punto entendible, pues los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner se jactaron de expurgar del peronismo cualquier resabio ideológico de la abominada década del 90. Por cierto el proceso del menemismo era una piedra en el zapato, lo que se intentó atenuar con ostensibles e incómodas omisiones discursivas o con la tranquilizadora pero precaria lógica del traidor.
La recién nacida línea histórica Alberdi-Roca-Menem-Milei auspiciada por el actual Presidente en su desorbitada batalla contra el populismo y el marxismo cultural reintroduce el pasado como sustancial territorio en disputa. Parece dar por tierra con los intentos de fraternidad interpretativa que ensayaron con disímiles contornos tanto Mauricio Macri como Carlos Menem.
La épica revisionista puede volver a tentar entonces al peronismo, solo que sería un desaconsejable error recaer sin más nuevamente en ella. Por supuesto que el pasado entrega enseñanzas, forja mitos y está atravesado por severos antagonismos, solo que en la política también es necesaria una prudente epistemología del matiz, de lo inesperado, de lo aleatorio, de los aciertos y los extravíos de cada pueblo en cada irrepetible circunstancia.
Por lo demás, a esta altura de nuestra turbulenta trayectoria como nación abundan indicios que sugieren que para edificar una Argentina medianamente viable resulta conveniente explorar un diálogo más cordial entre ambas tradiciones, poniendo en justiciera balanza los rasgos más rescatables tanto de civilizados como de bárbaros. Un fructífero armisticio simbólico, pero no para congraciarse con el imperio y los dueños del gran capital, sino para dar paso a un proyecto de país más democrático, soberano y socialmente inclusivo.
* UNR – UNER