por Sebastián Sabo
El 10 de junio es una fecha que grita. En 1692, en Salem, Bridget Bishop fue ahorcada. Fue la primera ejecución de los infames juicios de brujas, donde el pánico, la intolerancia, los intereses mezquinos y la manipulación del poder judicial convirtieron a mujeres –en su mayoría– en chivos expiatorios. Acusadas de brujería bajo pruebas risibles o fabricadas, fueron víctimas de una maquinaria perversa que usó la ley para eliminar disidencia, ajustar cuentas o simplemente alimentar el miedo que sostiene a los poderosos.
Trescientos treinta y tres años después, otro 10 de junio, esta vez de 2025, la Corte Suprema de Argentina confirma la condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para Cristina Fernandez de Kirchner. La segunda presidenta elegida democráticamente en ir a prisión. La causa: Vialidad. Una causa que, para millones de argentinos y observadores críticos, huele a leña vieja de Salem: armada, falsa por donde se la mire. Una construcción judicial basada en supuestos delitos de «defraudación al Estado» a través de contratos públicos, donde la figura central, Lázaro Báez, fue ampliamente señalada como un operador de inteligencia, pero donde la responsabilidad penal se busca anclar exclusivamente en la figura de quien, como presidenta, osó enfrentar al verdadero poder real de la Argentina.
¿Cuál es ese «poder real»? El entramado de intereses económicos concentrados, mediáticos hegemónicos, sectores judiciales parcializados y fuerzas políticas tradicionales que ven en cualquier proyecto de redistribución de la riqueza, soberanía económica o desafío al statu quo una herejía intolerable. Como en Salem, donde las «brujas» eran frecuentemente mujeres independientes, viudas con propiedades o simplemente incómodas para el orden patriarcal puritano, Cristina Kirchner se convirtió en el blanco perfecto: una líder poderosa, con base popular, que durante sus gobiernos implementó políticas que afectaron privilegios seculares. Nacionalizaciones, asignación universal, movilización social, confrontación con grupos económicos poderosos. Pecados imperdonables para el establishment.
La perversidad del poder, en Salem y en Buenos Aires, opera con patrones macabramente similares:
La fabricación del enemigo: Se crea una narrativa de peligro y corrupción absoluta alrededor del objetivo (brujería que corrompe la comunidad / «robo sistemático» que destruye el país).
- La instrumentalización de la justicia: Tribunales y procesos son utilizados no para buscar verdad, sino para validar la narrativa del poder y eliminar políticamente al adversario. Las pruebas se fuerzan, los testigos se compran o intimidan, los contextos se ignoran.
- La espectacularización del castigo: La condena pública, la inhabilitación, la prisión (o la hoguera) no son solo sanciones, sino mensajes ejemplificadores para quien ose desafiar el orden establecido. Es una advertencia sangrienta o jurídica: «Esto le pasa a los que se salen del guion».
- La normalización de la excepción: Se suspende la presunción de inocencia, se invierten las cargas de la prueba, se aceptan teorías conspirativas como hecho probado. Lo excepcional (condenar a una expresidenta electa por causas dudosísimas, ejecutar a mujeres por «pactos diabólicos») se presenta como necesario para «salvar» a la comunidad.
La condena a Cristina Fernández de Kirchner, confirmada en esta fatídica fecha del 10 de junio, es un monumento a la perversidad del poder en la Argentina contemporánea. No es justicia; es la venganza política de aquellos sectores a los que desafiaron sus privilegios. Es el uso del aparato judicial como brazo armado para proscribir y aniquilar políticamente a una líder popular. Es el equivalente moderno de prender la hoguera para quemar a la bruja que no se somete.
Quien mira Salem y solo ve superstición, quien mira el lawfare en Argentina y solo ve «justicia que actúa», quien desconoce cómo opera históricamente el poder para eliminar a sus críticos más incómodos, está condenado a no reconocer al perverso cuando vuelve a vestirse de juez, de fiscal, de medio de comunicación o de político «respetable». La historia de Bridget Bishop y la de Cristina Fernández de Kirchner, separadas por siglos pero unidas por el mismo hilo de la persecución política disfrazada de legalidad, son un grito de alerta: la perversidad del poder es eterna, solo cambia de disfraz. Reconocer sus patrones históricos es la única defensa de las sociedades que aspiran a ser libres. Quien olvida, quien no conoce, está destinado a repetir la tragedia, creyendo que es progreso.