por Vilma Ibarra
A partir del 10 de diciembre de 1983 enfrentamos el desafío de afianzar la democracia y expandir el estado de derecho. Temas como organismos de control, designación y destitución de jueces, financiamiento de la política, ética pública y participación de las mujeres en el ámbito público fueron parte de la agenda nacional. La reforma constitucional de 1994 incorporó organismos y cambios institucionales orientados a limitar el presidencialismo y fortalecer la democracia.
Si hacemos un rápido repaso de la situación actual observamos que lo que subsiste de aquel proceso parece una caricatura: la Corte Suprema solo tiene tres integrantes y todos son varones, el PEN intentó cubrir esas vacantes sin respetar el procedimiento constitucional y se observan indicios de que el funcionamiento del alto tribunal, en especial en casos de trascendencia pública, responde más a intereses políticos que al sentido de justicia. Hay, además, cientos de juzgados vacantes, el Ministerio Público Fiscal está a cargo de un Procurador interino desde hace ocho años y el Consejo de la Magistratura se ha convertido en un organismo ineficiente, opaco y rehén de las luchas políticas.
El Poder Legislativo, por su parte, no goza de estima social en un clima de crisis de representación política; su producción legislativa es escasa y tardía y tampoco ejerce el control político que le compete. Algunos legisladores proponen proyectos, firman dictámenes y luego, sorpresivamente, votan en forma negativa y se conocieron sospechosas y oportunas designaciones para cubrir cargos en embajadas.
El Poder Ejecutivo, mientras tanto, ahonda y promueve las miserias institucionales. Destruye, insulta, miente, entrega soberanía y recursos. Con precisión quirúrgica, desarma la estructura estatal diseñada para la protección de derechos y garantías. No quiere corregir lo que funciona mal y trabaja activamente para destruir la capacidad de acción del Estado, salvo en su faz represiva y de espionaje.
Además de la comunicación y la represión, Javier Milei ha privilegiado dos instrumentos para lograr sus objetivos: el ejercicio de facultades legislativas delegadas y el dictado de decretos de necesidad y urgencia. En el primer caso, esas facultades le fueron delegadas por la ley Bases; en el segundo, el presidente se arroga facultades legislativas que nadie le cedió.
Hasta ahora ha firmado casi un centenar de «decretos delegados» que disponen cuestiones tan variadas como procesos de privatización o la disolución de la Dirección Nacional de Vialidad. También dictó 76 DNU, que abarcan temas como la aprobación del acuerdo con el FMI, o trámites menos significativos como la autorización al presidente para salir del país. Sin embargo, la comparación numérica no sirve. Es engañosa. El DNU 70/23, con sus 366 artículos, no solo crea numerosas nuevas normas, sino que además modifica o deroga 87 leyes. Son, como mínimo, 87 decretos de necesidad y urgencia compactados en uno solo y se afectan los derechos laborales y sindicales, se deroga la ley de alquileres, la de tierras rurales, se modifica el régimen de las empresas de medicina prepaga y de la actividad minera, de energía, de ambiente, comercio exterior y muchas otras áreas. Estamos ante una norma que cambia radicalmente la legislación de nuestro país y que fue dispuesta por un presidente con su gabinete de ministros, en forma discrecional y sin autorización parlamentaria.
Ya sabemos que la mayoría de los DNU firmados por Javier Milei no cumplen con los requisitos constitucionales: no existió en ningún caso situación de necesidad y urgencia grave que impidiera seguir el trámite ordinario para sancionar una ley y, además, el contenido de esos decretos no se vincula con ninguna emergencia. Tampoco la doctrina del máximo tribunal autoriza a modificar leyes de fondo mediante un DNU; sin embargo, eso ha sucedido una y otra vez, sin que la CSJN se expida al respecto.
El Congreso no ejerció su función de control, salvo respecto del DNU 656/24 que otorgaba mil millones de pesos de fondos reservados a la SIDE y fue rechazado por el Congreso, pero cuando ya se habían ejecutado casi todos los fondos. Todos los demás DNU siguen vigentes. ¿Por qué pasa esto si carecen de ratificación parlamentaria? Porque la ley 26.122 ordena que un DNU continúe surtiendo efectos hasta que sea rechazado por las dos cámaras legislativas. Es paradójico, porque un proyecto de ley, para ser sancionado, debe ser aprobado por ambas cámaras. Si una de ellas lo rechaza ya no será ley. Sin embargo, un DNU, aunque sea rechazado por una cámara, seguirá vigente. Eso dice la ley impulsada y sancionada en el año 2006. Se cometió el error de legislar sin perspectiva institucional.
Tampoco la CSJN ha hecho su trabajo respecto del escandaloso DNU 70/23 y otros. Debemos asumir que, salvo honrosas excepciones, la justicia federal se ha convertido en uno de los sectores más privilegiados y corporativos del país, detenta enorme poder y está sospechada de ser permeable a intereses políticos y económicos. El fallo de la CSJN respecto de CFK constituye un escándalo institucional. A pocos meses de las elecciones, la Corte tomó la decisión de proscribir a la principal dirigente de la oposición en el marco de una causa teñida de irregularidades y sospechas. Lo hizo a una velocidad que no se le conoció en otros casos de relevancia institucional. También debemos recordar que muchos de los jueces y fiscales federales que actúan en forma impune por intereses espurios fueron colocados en sus puestos con nuestros votos y, en muchos casos, fueron elegidos por nuestro espacio político.
Es verdad que para ser opción de gobierno necesitamos contar con propuestas serias para enfrentar la inflación, la deuda con el FMI, reducir la pobreza, el desempleo, la inseguridad, las inequidades del sistema tributario y tantos otros asuntos graves y urgentes; pero también es necesario dar respuesta a las cuestiones institucionales. Tenemos que saber cómo vamos a transformar estas instituciones enfrentadas a cualquier proyecto popular. No nos engañemos. Ahora se pueden restringir derechos, reprimir a jubilados, amenazar periodistas, comprar votos y viajar en avión oficial para eventos privados sin reproches judiciales; se pueden dictar DNU que cambian el sentido de la legislación argentina y suprimen derechos, sin sobresaltos. Pero la justicia federal no será complaciente ante un gobierno que venga a cambiar este estado de cosas.
Para que la gente se involucre, luche, confíe, vote, apoye y acompañe, se necesita mucho más que un acuerdo electoral entre dirigentes. Eso ya no entusiasma a nadie. Necesitamos renovación de agenda, de ideas, de discursos y de construcción política. Necesitamos estrategia de poder y saber qué se va a hacer si se llega al gobierno y cómo, no solo con la economía sino también con nuestras agónicas instituciones.