SOBERANÍA DEMOCRÁTICA FRENTE A PLATAFORMAS DIGITALES GLOBALES (parte I de III)

por Leonardo Colella *

¿Qué está ocurriendo con la política contemporánea? ¿Cómo es posible que figuras sin trayectoria partidaria ni experiencia institucional lleguen al poder con discursos que antes habrían sido considerados inadmisibles? ¿Por qué la violencia verbal, la descalificación personal y el insulto se transformaron en parte del repertorio normalizado de ciertos líderes? ¿En qué momento la polarización dejó de ser un rasgo de disputa ideológica para convertirse en una dinámica que concibe al adversario como un enemigo irreductible? Estas preguntas reflejan un fenómeno más amplio: un cambio profundo en los modos de funcionamiento del poder y en las formas de subjetivación política que atraviesan hoy a las democracias.

La emergencia de posiciones más radicalizadas, la erosión de los consensos básicos sobre la convivencia democrática y la irrupción de outsiders políticos —como el caso argentino de un presidente sin antecedentes en la política institucional— no pueden explicarse únicamente por factores coyunturales. Detrás de estos procesos hay una transformación estructural en el ecosistema comunicacional y, con ella, en la manera en que se constituyen las identidades políticas, se interpretan los hechos y se configuran las emociones colectivas.

Para comprender estas mutaciones es necesario observar el cambio de régimen comunicacional provocado por las nuevas tecnologías digitales. Las redes sociales no son simplemente un medio de comunicación más: constituyen una nueva forma de organización de la producción, la economía y las relaciones sociales a escala global. Su lógica algorítmica no solo determina qué vemos y qué queda oculto en nuestra pantalla, sino que interviene en la constitución de subjetividades políticas, en los modos de pertenencia comunitaria y en la dinámica misma del poder.

Cuando estos dispositivos son apropiados directamente por gobiernos o por facciones políticas, el impacto es doble: por un lado, reconfiguran las formas de resistencia y manifestación social; por otro, exigen repensar los límites democráticos de su uso. La modulación algorítmica del discurso político puede amplificar la violencia, fragmentar el espacio público y vaciar de sentido las formas tradicionales de protesta. Frente a ello, se abre el desafío de construir nuevos marcos de regulación y contención: normas jurídicas que limiten el uso abusivo de datos y protejan la privacidad; criterios éticos que impidan la manipulación de la opinión pública mediante técnicas conductuales; iniciativas educativas que permitan a los ciudadanos comprender cómo operan los algoritmos y reconocer sus efectos; y prácticas sociales capaces de generar espacios de comunicación más horizontales y menos dependientes de las grandes plataformas. Solo a través de este conjunto de herramientas podrá evitarse que un ecosistema digital gobernado por lógicas comerciales y orientado a la captura de la atención erosione las bases mismas de la vida democrática.

I. Medios tradicionales y redes sociales: dos regímenes comunicacionales diferentes

La comparación entre los medios masivos tradicionales —televisión, radio, periódicos— y las plataformas digitales contemporáneas no es simplemente una cuestión técnica de formatos. Implica reconocer la existencia de dos regímenes comunicacionales diferentes, con lógicas de producción, circulación e interpretación de la información que generan consecuencias políticas y subjetivas de largo alcance.

En los medios tradicionales, la comunicación es eminentemente unidireccional: un emisor centralizado (canal de televisión, emisora radial, periódico) produce contenidos destinados a una audiencia masiva. Esa centralización supone, al mismo tiempo, un alto nivel de control editorial: periodistas, editores, productores y directores deciden qué se publica, cómo se presenta y en qué jerarquía. La noticia llega a los espectadores como un producto acabado, enmarcado bajo criterios profesionales y líneas políticas moderadas y estables. Así, la televisión y la prensa operan como formadores de agenda: definen qué temas son relevantes, cuál es su gravedad y bajo qué interpretaciones deben ser leídos.

Ese modelo tiende a generar lo que se podría llamar un espacio público unificado: aunque con disputas internas, buena parte de la sociedad comparte las mismas referencias informativas. Aun en contextos polarizados, los medios tradicionales funcionan como mediadores comunes: muchos conocen “la tapa de los diarios” o “el noticiero central”, aunque después discrepen en las interpretaciones. Esa dinámica contribuye a la formación de una opinión pública relativamente cohesionada, con narrativas en disputa pero dentro de un horizonte compartido. No es casual que Habermas (1981), al estudiar los orígenes modernos de la vida pública, describiera la “esfera pública burguesa” como ese espacio de cafés, clubes y salones donde los ciudadanos podían discutir asuntos comunes apoyándose en un repertorio de referencias colectivas. Esa esfera no implicaba la ausencia de conflicto, sino la existencia de un terreno compartido desde el cual las diferencias podían expresarse, confrontarse y eventualmente dirimirse. En otras palabras, lo que estaba en juego no era solo la circulación de noticias, sino la posibilidad misma de un lenguaje común que hiciera viable el debate democrático. En este entramado, la prensa escrita jugó un rol decisivo: no solo como vehículo de información, sino como soporte material de esa esfera pública, al condensar en titulares, editoriales y secciones de opinión un conjunto de referencias comunes que funcionaban como punto de partida del debate colectivo.

Las redes sociales, en cambio, operan bajo un régimen interactivo y algorítmico. La comunicación no fluye en una sola dirección: cualquier usuario puede producir y circular contenidos. Pero esa aparente horizontalidad esconde una estructura profundamente jerárquica: la visibilidad no depende de editores profesionales, sino de algoritmos opacos que priorizan lo que maximiza la interacción. El resultado es una fragmentación radical: cada usuario habita un feed distinto, en el que las noticias llegan fragmentadas, recombinadas, recortadas en memes o hilos virales, sin un encuadre editorial moderado.

La diferencia central reside en el modo en que se construyen los encuadres de noticias. Mientras en los medios tradicionales el framing surge de la decisión explícita de actores periodísticos, en los entornos algorítmicos los marcos interpretativos se producen en una dinámica distribuida y emocional: cada grupo de usuarios recibe una resignificación de los acontecimientos acorde a su propio perfil, y los algoritmos amplifican aquello que genera más reacciones afectivas —indignación, miedo, odio, humor, sorpresa— sin importar su veracidad o relevancia cívica. Esto no implica la desaparición de los encuadres, sino su multiplicación caótica y su radicalidad extrema: sobre un mismo hecho conviven narrativas incompatibles que circulan simultáneamente en distintas burbujas digitales.

Ahora bien, la preocupación por los efectos de la personalización informativa no es nueva. Ya en los años noventa, Nicholas Negroponte (1995) había imaginado el “Daily Me”: un periódico digital diseñado a medida de cada usuario, que en aquel momento se pensaba como una promesa de autonomía y diversidad. Sin embargo, poco tiempo después comenzaron a advertirse sus riesgos. Cass Sunstein (2001), en Republic.com, alertó que esa personalización podía derivar en “cámaras de eco” donde los ciudadanos solo se expusieran a opiniones afines, debilitando el debate democrático. El concepto alcanzó su formulación más influyente con Eli Pariser (2011), quien acuñó la noción de “burbuja de filtros” para describir cómo los algoritmos de Google, Facebook y otras plataformas aíslan a las personas en universos informativos estrechos, reforzando prejuicios y reduciendo la exposición a perspectivas diversas. Años más tarde, Sunstein actualizaría su diagnóstico en #Republic (2017), mostrando cómo estas burbujas, potenciadas por la lógica de las redes sociales, se convirtieron en un factor decisivo de polarización política.

En consecuencia, en el plano de la formación de la opinión pública, la diferencia entre medios tradicionales y plataformas digitales se vuelve todavía más notoria. Mientras los primeros reproducen un esquema de agenda setting vertical —donde unos pocos emisores determinan sobre qué se habla—, las segundas construyen un modelo de micro-agendas personalizadas: lo que cada individuo percibe como “la conversación pública” depende del sesgo de su algoritmo. Este pasaje de un horizonte compartido a una multiplicidad de horizontes fragmentados rompe la posibilidad de una opinión pública parcialmente unificada.

Este desplazamiento también modifica los procesos de subjetivación política. En la era de la televisión, la ciudadanía se reconocía en identidades políticas relativamente estables, mediadas por símbolos partidarios, figuras públicas y marcos narrativos compartidos. Las redes sociales, en cambio, fomentan identidades más tribales y efímeras, basadas en comunidades de afecto o indignación que se organizan alrededor de hashtags, influencers o causas momentáneas. El sujeto político ya no se reconoce en instituciones estables (partido, sindicato, medio de referencia), sino en comunidades fragmentarias moldeadas por la lógica algorítmica.

En este marco, la política deja de presentarse como un debate de ideas sobre el rumbo colectivo y pasa a adoptar la lógica del espectáculo mediático. Al igual que en los programas de chimentos, lo que gana centralidad no son los proyectos ni las propuestas, sino los rasgos personales de los candidatos, sus roces, exabruptos y ataques mutuos. La vida pública se transforma en una sucesión de escenas diseñadas para captar la atención inmediata, donde la polémica vale más que el argumento y el escándalo desplaza a los debates sobre proyectos colectivos. Esta espectacularización de la política, amplificada por las redes sociales, la convierte en una narrativa de enfrentamientos y gestos llamativos, más cercana al entretenimiento que a la construcción de lo común.

Así, la diferencia no es solo de soporte: es una diferencia de epistemología social, es decir, de los modos en que la sociedad produce, organiza y valida el conocimiento público. Los medios tradicionales construyen un relato común desde arriba, mientras que las plataformas digitales multiplican narrativas fragmentadas y personalizadas, mediadas por algoritmos diseñados por corporaciones privadas globales. En un caso prima la narrativa limitada y un disenso controlado; en el otro, la viralidad y la segmentación infinita. La tensión entre ambos regímenes comunicacionales redefine hoy los modos en que se informa, se opina y se constituye políticamente la ciudadanía. (continua…)

* CONICET