por Matías Caciabue *
La “guerra contra las drogas” vuelve, otra vez, como guión y como excusa. Esta vez, empaquetada en una (vieja) nueva narrativa: Venezuela es un “narcoestado” controlado por el “Cártel de los Soles” y el “Tren de Aragua”. No es fortuito: etiquetar a Venezuela como amenaza criminal, antes que como actor soberano, permite justificar medidas coercitivas unilaterales, confiscaciones de activos e, incluso, el uso de la fuerza, con el ropaje de una cruzada moral.
La analista boliviana Valeria Silva lo sintetiza al describir el dispositivo que persigue al presidente Nicolás Maduro y a la Revolución Bolivariana: recompensas millonarias, operaciones extraterritoriales y un relato que “esconde una narrativa geopolítica” donde la DEA y el petróleo son pivotes, mientras se inflan acusaciones sin pruebas sólidas (NODAL, 28/08/2025).
El llamado “Cártel de los Soles” tiene, de hecho, origen periodístico y policial en 1993, seis años antes del triunfo de Hugo Chávez, cuando dos generales de la Guardia Nacional fueron investigados y la prensa bautizó el caso por los soles en las charreteras de sus uniformes. Desde entonces, su reactivación cíclica responde más a “necesidades políticas hemisféricas” que a evidencias judiciales. Investigaciones recientes del think tank venezolano Misión Verdad repasan cómo la etiqueta reaparece como llave de intervención cuando Caracas consolida alianzas, mejora indicadores socioeconómicos, o sortea asedios, y recuerdan que la propia DEA no documenta una estructura criminal con ese nombre. Como escribió Fernando Casado, el “Cártel de los Soles” funciona como mito útil para retratar a Venezuela como un “narcoestado” con el que “no se debe negociar nada” (Misión Verdad, 10/09/2025).
El sociólogo Pino Arlacchi, ex director de la ONUDD (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), calificó al “Cartel de los Soles” como una “ficción de Hollywood”, y sostuvo que Venezuela no es ni país productor ni corredor relevante, y recordó que las rutas dominantes están en el Pacífico y el Caribe occidental. “Ni Venezuela ni Cuba han tenido jamás extensiones de tierra cultivadas con cocaína”, agregó en una nota de Telesur (Telesur, 28/08/2025).
Junto al “Cartel de los Soles” se le suele adosar la pandilla “Tren de Aragua”. Donald Trump la invocó como si fuera, ni más ni menos, que un brazo armado del Estado venezolano para aplicar la ley de enemigos extranjeros del año 1798 (Alien Enemies Act), y deportar sumariamente a venezolanos, confinándolos en la oprobiosa Cárcel CECOT de El Salvador, mientras anunciaba una rcompensa de 50 millones de dólares para aquel que pudiera informar el paradero del presidente Nicolás Maduro, y nuevas sanciones sobre Venezuela, en una guerra económica iniciada en el año 2013. Lo increíble es que el diario The New York Times informó que un memorando de la comunidad de inteligencia de EEUU contradijo el justificativo emitido por la Casa Blanca, poniendo al ejecutivo estadounidense en franca contradicción con el Poder Judicial.
“La evaluación de la comunidad de inteligencia concluyó que la banda, el Tren de Aragua, no estaba dirigida por el gobierno de Venezuela ni cometía delitos en Estados Unidos por orden suya, según los funcionarios, que hablaron bajo condición de anonimato para discutir deliberaciones internas. Los analistas consideran que esa conclusión tiene un nivel de confianza “moderado”, dijeron los funcionarios, debido al limitado volumen de información disponible sobre la banda. La mayor parte de la comunidad de inteligencia, incluidas la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional, coincidió con esa valoración. Solo una agencia, el FBI, discrepó parcialmente. Sostuvo que la banda tiene una conexión con el gobierno del presidente autoritario de Venezuela, Nicolás Maduro, basándose en información que las demás agencias no consideraron creíble” informó el periódico estadounidense de mayor impacto nacional y mundial (NYT, 21/03/2025).
Ese choque entre política y evidencia no fue menor. El caso escaló hasta los tribunales y abrió un debate constitucional sobre el uso de poderes de guerra contra un grupo criminal no estatal. La inteligencia “no encontró coordinación alguna” entre el Tren de Aragua y el gobierno venezolano, pese a que la Casa Blanca intentó justificar con esa tesis deportaciones ilegales sin debido proceso. La disputa exhibe una constante de nuestro tiempo: la emergencia de doctrinas “elásticas” para securitizar la política exterior norteamericana y convertir a las Fuerzas Armadas latinoamericanas en “gendarmes” de una política imperial.
La militarización del Mar Caribe
La misma narrativa habilitó, además, un salto cualitativo: la militarización del Mar Caribe. En septiembre, el Pentágono ejecutó ataques letales contra embarcaciones civiles que presentó como “narco-terroristas” vinculadas a Venezuela. Trump se jactó de “volarlas” y altos funcionarios prometieron más acciones. Rápidamente la prensa detalló el despliegue de destructores, aviones, infantes de marina y un submarino nuclear con capcadidades de lanzar “misiles de precisión”. “En lugar de interceptarlo, por orden del presidente, lo volamos y va a pasar de nuevo”, dijo a la prensa el canciller estadounidense Marco Rubio, mientras juristas advertieron que el uso de fuerza contra supuestos contrabandistas carece de base en derecho internacional y en la propia ley estadounidense (Time, 3/09/2025).
No hay que ser ingenuos. La humanidad ya vivió ésta película. Irak y Libia son los espejos que devuelven la imagen de cómo se fabrica un consentimiento bélico. Si desmontamos el pretexto, queda la razón de fondo: Venezuela es un botín geopolítico. Es el país con las mayores reservas probadas de petróleo del planeta -más de 300 mil millones de barriles-, además de gas natural y minerales críticos para la nueva fase capitalista. Ese inventario explica por qué su energía condiciona licencias, mercados y rutas, incluso bajo sanciones.
Su peso no es sólo en recursos. La posición geoespacial ubica a Venezuela como la bisagra entre Sudamérica, Centroamérica y el Caribe. Desde Maracaibo hasta la proyección atlántica, pasando por el Orinoco y su arco minero y su proyección amazónica, Venezuela articula corredores terrestres, marítimos y aéreos que enlazan el corazón sudamericano con la cuenca caribeña. En tiempos de reconfiguración del orden mundial, por el ascenso de China y del “Mundo BRICS”, esa bisagra vale más que nunca. (Y no, no se puede entender su asedio si se ignoran estas dimensiones geopolíticas).
Ese centro de gravedad se potencia con un proyecto político que hace un cuarto de siglo rompió la tutela del “puntofijismo”: reorientó la renta, recuperó control del subsuelo, promovió la integración con el ALBA, la UNASUR y la CELAC, y diversificó alianzas hacia ese mundo emergente, que disputa reglas y cadenas de valor a un nivel planetario. Venezuela es, exactamente, lo que la narrativa noratlántica considera un “mal ejemplo”: soberanía con recursos.
No minimicemos el riesgo. Si estalla un conflicto armado en Venezuela -por “incidentes” navales del narcotráfico, “ataques de precisión” o incursiones militares “limitadas”-, el Caribe se convertiría en un teatro de operaciones, y el impacto alcanzaría a Brasil, Colombia, Guyana y las Antillas. América Latina, como zona de paz, no resiste una guerra importada con pretextos reciclados.
Queda, por último, una claridad incómoda para quienes fingen no ver el cuadro completo: empezar la conversación por “las actas” (por si acaso) es empezar por el final. Un país sometido a más de 1.000 medidas coercitivas unilaterales, a campañas jurídicas y mediáticas y a una amenaza militar explícita es un país bajo agresión prolongada. La soberanía venezolana ha sido dañada hace más de diez años. Su economía, distorsionada por el castigo financiero. Su política, forzada a defenderse con un viento huracanado en contra.
Defender el proceso bolivariano, hoy, no es un acto de fe ni de alineamiento ciego. Es una toma de posición racional a favor de la paz continental, de la legalidad internacional y del derecho de los pueblos a decidir su modelo de desarrollo. Quienes enarbolan la palabra “democracia” mientras licitan bloqueos, promueven operaciones encubiertas y aplauden misiles “quirúrgicos” deberían explicar por qué las guerras que venden como limpias siempre dejan largas hemorragias que se cobran la vida de millones de personas. Irak y Libia nos enseñaron la lección. No hace falta a que ahora el Caribe no brinde otra.
Venezuela es una bisagra geopolítica cargada de recursos decisivos y una voluntad de autonomía que interpela el orden jerárquico internacional. La etiqueta de “narcoestado” es el instrumento comunicacional de una estrategia conocida: sancionar, aislar, deslegitimar y, si se puede, intervenir. Frente a esa amenaza, América Latina debe afirmar sin ambigüedades su condición de zona de paz y denunciar cada intento de militarizar el Caribe. Nuestros destinos no se deciden en despachos de Washington ni en mesas de especuladores en Wall Street o la City de Londres: se deciden aquí, en el sur del mundo. Y ninguna “guerra contra las drogas” puede colonizar una voluntad de independencia.
* Matías Caciabue es Licenciado en Ciencia Política y Analista de NODAL (www.nodal.am). X: @MatiasCac