Por Sergio Woyecheszen
Si hay un hecho estilizado que caracteriza a la economía argentina de las últimas décadas es la incapacidad de sostener un régimen monetario y cambiario en el tiempo, reflejando las dificultades que ha tenido históricamente la economía doméstica para combinar políticas de crecimiento con la distribución de excedentes, en el marco de fuertes – y a veces violentas – tensiones de economía política.
Entre los factores asociados a la inestabilidad monetaria cabe mencionar el desequilibrio casi permanente en el frente externo (sobreendeudamiento, problemas para exportar, manejo errático de la cuenta capital), la recurrencia de los problemas de financiamiento del sector público, y la inflación, la cual ha venido operando en regímenes que sufren saltos discretos cada vez con mayor frecuencia.
Estos elementos configuran un escenario sumamente complejo, con restricciones cruzadas a nivel macro y microeconómico, cuya salida exige no solo de un programa de estabilización integral (el cual excede y por largo la idea que los desajustes se resuelven solo tironeando a la baja el gasto), sino también de una agenda ofensiva de transformación a nivel estructural, escalando productiva y tecnológicamente las enormes oportunidades que el contexto actual supone para el desarrollo de la economía argentina.
“Todo marcha acorde al plan”
Más allá de las evidentes marchas y contramarchas en el programa económico actual, que parecen responden al objetivo táctico de llegar con la inflación a raya a la elección de medio término, el enfoque secuencial con el que ha venido operando el gobierno puede sintetizarse en los siguientes términos: pasada la “terapia de shock” fiscal y migrada toda la deuda por pasivos remunerados al Tesoro Nacional, la economía argentina comenzará un sendero de transición en el que la recuperación de la demanda de pesos permitiría una sana competencia de monedas, la cual podría ejercerse a campo completamente abierto entre finales de 2026 y principios de 2027 ¿Quién financia? Los dólares del “colchón”, un mayor endeudamiento externo privado y los mayores valores exportados por la minería y la energía, de magnitud suficiente para consolidar un cambio estructural en la dinámica del balance de pagos.
El enfoque no sorprende si se lo piensa en términos de la postura del propio gobierno sobre el origen interno (esencialmente fiscal) de los desequilibrios macroeconómicos en Argentina, y que en varias ocasiones de nuestra historia conjugó (1) devaluación para corregir el desequilibrio externo, buscando incentivar exportaciones y desincentivar importaciones; (2) ajuste fiscal – monetario y contención salarial, de forma de compensar por demanda y oferta el impacto inflacionario de la devaluación; (3) apuesta por las exportaciones como para revertir el impacto contractivo del ajuste. “Vos fumá” diría Carlín.
Descuento que al lector ya se le encendieron algunas alarmas, y es que detrás del “esto ya lo viví” opera una dinámica donde: (1) no se trata simplemente de desvíos de los valores “que debieran ser”, hablamos de desajustes que responden en buena medida a fuertes desbalances estructurales; y (2) no pueden obviarse sin más los efectos acumulativos que la magnitud, duración y recurrencia de tales fenómenos tiene sobre la conducta de quienes toman decisiones de todo tipo y tamaño, y que han derivado históricamente en fuertes redistribuciones de ingresos y riqueza, suficientes para hacer volar por los aires cualquier intento de equilibrio como el planteado.
Hasta acá y en primer lugar, el gobierno llevo adelante una fuerte devaluación del tipo de cambio oficial, cuyo alcance sorprendió a propios y extraños, que le permitió ganar algo de aire a través de dos canales: redujo la brecha cambiaria, eliminando parte de los incentivos perversos que alteraban la oferta y demanda de dólares; y desplomó la demanda efectiva, a niveles bien por debajo de los compatibles con cierta calma en el frente externo. En criollo, compró tiempo. Por otro lado, tanto el Tesoro Nacional como el Banco Central convalidaron tasas de interés fuertemente negativas en términos reales, que apoyadas por el CEPO le permitieron al BCRA no solo eliminar el financiamiento al fisco sino reducir también y de forma significativa el peso de los pasivos remunerados respecto al PBI. Miradas en conjunto, con tipo de cambio real alto (y ancla desde entonces, al moverse un 2% mensual promedio), fuerte ajuste recesivo, menor brecha cambiaria, y menos tensión sobre el mercado de cambios, se sentaron las bases como para que la autoridad monetaria lograra acumular reservas, lo que contribuyó a anclar las expectativas en el corto plazo y evitar que la transición derive en una dinámica caótica.
Pero lo que empezó como un ajuste de cuentas casi sin precedentes terminó virando hacia un esquema más ecléctico, conforme un objetivo hasta entonces secundario (la inflación) fuera ganando espacio en la agenda del Gobierno, dando lugar a una serie de marchas y contramarchas que lo terminaron por atar de pies y manos a la hora de soltar dos mochilas cada vez más pesadas: el CEPO y la recesión.
Tal es así que habiendo dado varios pasos de los que marcó como necesarios para ir hacia un nuevo régimen monetario (superávit fiscal primario y financiero, Ley Bases, Pacto de Mayo, Base monetaria a raya, blanqueo, y hasta el fin del ciclo Gago en Boca), el gobierno tuvo que apurar un nuevo acuerdo con el FMI para liberar un poco las restricciones, al menos para personas humanas, e invitar a los argentinos pasen a financiar con sus dólares alguna tasa de crecimiento que el RIGI todavía no habilita.
De aquellos flujos, estos stocks
Los desequilibrios en Argentina responden como se dijo a fuertes desajustes estructurales, tienen elementos divergentes y generan efectos reales. Máxime luego de una nueva crisis por sobrendeudamiento externo, el que genera desbalances entre el stock de deuda y los flujos de ingreso, alterando a la postre las corrientes de inversión y ahorro y las capacidades financieras del sector público. A esto cabe sumarle los reiterados intentos de cerrar las brechas (fiscal y externa) por la vía de la devaluación o los reajustes tarifarios, ignorando muchas veces el impacto que esto tiene a la hora de dar persistencia al régimen inflacionario. Ni siquiera hay que desempolvar los textos sobre inflación estructural (sobre lo que existen aportes únicos de este lado, de la mano del Profe Olivera, Fanelli o Roberto Frenkel): el mundo entero viene de debatir los efectos de segunda ronda en la inflación cuando las expectativas no están bien ancladas. Puja distributiva, sobre un fino colchón de hierbas.
El Gobierno habla de los stocks en pesos: si bajan, se reduce el poder de fuego al abrir cada ventana del CEPO, pero omite que las tensiones de nuestra historia monetaria, más que a los pesos que sobran, responden a los dólares que faltan (estrictamente hablando a los que no logra acumular el Banco Central). Son los stocks financieros en moneda extranjera los que plantean un serio desafío para el crecimiento sostenido de largo plazo. Por lo que podrán seguir tirándole a los desequilibrios con mayores ajustes en los flujos de gasto, pero más temprano que tarde se caerá en cuenta que las estructuras no son estables, y que no hubo ni habrá equilibrios macroeconómicos de largo plazo independientes de la trayectoria que se siga.
En el camino cambian precios pero también cantidades, se alteran los incentivos a invertir, a frenar o empujar proyectos de inversión, habrá más o menos mercados e instituciones, mejores o peores eslabonamientos productivos, y se cerrarán o abrirán nuevas brechas tecnológicas. Todas variables claves que hacen al dinamismo del frente externo, consecuencia más que causa de un proceso de desarrollo.
Una vez estabilizada la economía podrán ir alargándose los horizontes de planeamiento, pero cabe aún saber hacia qué tipo de país. Dirán se hará sobre la base de la solvencia fiscal, y está muy bien. Falta sí darle un carácter progresivo (creatividad, pero también audacia). Falta también sea con un manejo más serio de la política fiscal, realzando el rol clave de esta en el nivel de actividad y la redistribución de ingresos. Falta una apuesta más decidida por recuperar y fortalecer la moneda, por medio de tasas de interés consistentes con las expectativas cambiarias, pero también con un manejo inteligente y macro prudencial de la cuenta capital. Y falta un plan que permita transformar la estructura productiva.
Parece ciencia ficción pedirle esto el gobierno. Pero para el Peronismo puede ser la punta de lanza de un programa que invite a forjar una Argentina distinta. Nunca menos.