por Hugo Chumbita
Las páginas de Soberanía trajeron el pasado mes de agosto una interesante evocación del general San Martín, aludiendo a su “presencia y ausencia” en la memoria de nuestra sociedad, tema cuya relevancia me motiva a agregar algunos datos, basados en las investigaciones que cito en la bibliografía. Si bien el autor de la nota menciona la existencia de discusiones en torno a la figura del Libertador, faltaría dar cuenta, en especial, de la referida a su filiación, que detonó en el sesquicentenario del año 2000 y por cierto sigue abierta.
Aquel año publicamos el manuscrito de María Joaquina, hija del general Carlos de Alvear, donde afirma que San Martín era hijo natural de don Diego de Alvear y una indígena de las Misiones, quien según la tradición oral de la región sería Rosa Guarú o Cristaldo, criada de la casa del teniente gobernador de Yapeyú. Aunque faltaba su fe de bautismo, el niño fue presentado como hijo de los San Martín para poder ingresar a la carrera militar –de cuyos gastos se hizo cargo don Diego, según la tradición de las ramas argentina y española de la familia Alvear.
La conciencia de su origen sería la explicación lógica del enigmático e insólito giro en la vida de un soldado que, tras pelear 20 años al servicio de España, abandonó todo para venir a luchar contra la dominación española. Aquella decisión tuvo lugar en Cádiz, hacia 1810, cuando San Martín conoció a los Alvear, padre e hijo, e ingresó a la logia antecesora de la Logia Lautaro, cuyos miembros viajaron a Buenos Aires para sumarse a la revolución emancipadora. De allí su íntima hermandad inicial con Carlos de Alvear, con quien se creó después una fuerte rivalidad personal y política.
Siendo gobernador de Cuyo, además de reclamar la tan demorada declaración de la independencia, San Martín apoyó con entusiasmo la propuesta de Belgrano de entronizar un inca como cabeza de un gobierno sudamericano. Ello era congruente con su admiración por la notable civilización que reivindica Garcilaso de la Vega en Comentarios Reales de los Incas, libro que él poseía y promovió reeditar en Córdoba mediante una suscripción ad hoc.
Cuando se aprestaba a cruzar la cordillera, al pedir la colaboración de los pehuenches, les manifestó que él también “era indio”, según el testimonio presencial de Manuel de Olazábal –detalle que la biografía de Bartolomé Mitre saltea cuidadosamente. Ese relato tampoco registra que, entre otras medidas reivindicatorias y democratizadoras, como Protector del Perú decretó suprimir los tributos, abolir la palabra “indio” para terminar con las discriminaciones, y proteger como patrimonio cultural las ruinas de la civilización andina.
La descripción física de San Martín que encontramos en las crónicas de Guillermo Miller, Samuel Haigh, Basilio Hall, John Miers y William Worthington destaca sus ojos y cabello negro, su rostro moreno, “tez cetrina”, “de color aceitunado oscuro”, un aspecto evidentemente mestizo. El general francés Miguel Brayer le llamó “el tape de Yapeyú”; los aristócratas chilenos le endilgaban el mote de mulato o paraguayo; los jefes realistas de Lima lo llamaron “el cholo de Misiones”; y la cronista británica Mary Graham anotó que era de “raza mixta” (mixed breed). Benjamín Vicuña Mackenna, que estuvo en París recabando los recuerdos de su hija y su yerno, escribió que en él prevalecía “el instinto del insurgente” por sobre las especulaciones ideológicas, y que “había servido a la independencia americana porque la sentía circular en su sangre de mestizo” (fuentes cit. en Chumbita, 2014).
La foja de reclutamiento de Juan de San Martín indica que tenía cabellos castaños y ojos garzos (azulados) y medía 5 pies y media pulgada (o sea 1,43 m); y doña Gregoria Matorras, según el expediente militar de su hijo Justo Rufino, era también castellana pura, sin mezcla de razas infieles. ¿De dónde provenía el tipo alto y morocho de José Francisco, sino de una madre americana, guaraní?
Juan Bautista Alberdi, al conocerlo en París en 1843, escribió que “esperaba encontrarme con un indio, como siempre me lo habían pintado”. La biografía que hizo Mitre menciona su “tez morena y tostada por la intemperie”, pero nada que difiera del aspecto del criollo de cepa hispana; en las mismas páginas (capítulo primero, XI), su clasificación de “las razas sudamericanas” ubica en escalones inferiores a los mestizos, indios y negros, y enaltece a los criollos descendientes directos de españoles como “nervio social”, “una raza superior y progresiva” destinada a dirigir la revolución, “vástago robusto del tronco de la raza civilizadora índico-europea a que está reservado el gobierno del mundo” (lo mismo decía años después el Führer respecto a la raza aria).
Aquella obra de Mitre, pieza maestra de la “historia oficial“, no podía admitir ningún indicio que contradijera el canon racista, ni que mostrara la solidaridad del Libertador con los indios. Tampoco podía aceptar su solidaridad con la causa profundamente americanista que defendieron caudillos patriotas como Simón Bolívar, Manuel Dorrego o Juan Manuel de Rosas.
Sobre el encuentro de Guayaquil, tanto Sarmiento como Mitre plantearon un falso antagonismo entre los libertadores. Mitre atribuía a San Martín abogar por la separación de las repúblicas, como si no existiera el tratado colombiano-peruano de julio de 1822 que los comprometía a realizar la confederación continental. En definitiva, según Mitre, “los dos erraron, empero, como políticos”; “quedaron más abajo de la razón pública y aún de los instintos de las masas que removían, y no pudieron o no supieron dirigir en sus desarrollos orgánicos la revolución que acaudillaron militarmente”.
El reconocimiento de San Martín a Rosas por defender la soberanía ante la agresión europea, que Sarmiento atribuía a las brumas de cierta “confusión senil”, Mitre lo despreciaba como un rapto de sus “instintos de criollo”. En un balance final, Mitre le concedía a su biografiado ostensibles virtudes morales y militares, pero le negaba lucidez política con insidiosos circunloquios: “genio concreto, de concepciones limitadas”, de “escasa instrucción” y “limitada esfera intelectual”, cuya desgracia fue “sobrevivir a su época” (capítulo LI, Epílogo, I, IV, VI).
Hoy, que padecemos aún los aberrantes efectos de la colonización cultural del país, sigue siendo crucial revisar una historiografía que ha servido para mistificar el pasado y desvirtuar la conciencia nacional: ese es el sentido de rescatar el San Martín auténtico, revolucionario y mestizo americano; para asumir el origen de la patria y el pueblo que somos.
Fuentes bibliográficas
H. Chumbita, El secreto de Yapeyú, El origen mestizo de San Martín, Buenos Aires, 4ª ed. Octubre, 2014.
H. Chumbita y D. Herrera Vegas, El manuscrito de Joaquina. San Martín y el secreto de la familia Alvear, Buenos Aires, 2ª ed. Ciccus, 2008.
B. Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, Buenos Aires, 1887-1888.
D. F. Sarmiento, Obras, Buenos Aires, 1887-1902.