Por Guillermo David *
Un genocidio es un proceso que se prolonga en el tiempo mucho más allá de los eventos -las masacres- que le dieron origen. Pues su objetivo no se restringe al aniquilamiento del enemigo previamente demarcado y constituido como tal, sino que comprende la apropiación de sus bienes, fundamentalmente del territorio, en el caso indígena, aunque a veces abarca también la apropiación de la farmacopea o del ADN para la industria médica y farmacéutica. Exacción que debe ser refrendada con la destrucción de los modos de vida soberanos de forma tal que se coarte toda posibilidad de resistencia, lucha y recuperación o restitución. Las políticas de la memoria, cuyo primer momento es la denegación del suceso seguida por la tergiversación de la historia, son la clave para la consolidación de la situación dirimida por la fuerza, pero requieren su actualización permanente con los nuevos dispositivos de mediación cultural que cada época dispone. Es por ello que el genocidio se perpetúa en el combate por el sentido, tanto histórico como actual, obligando al anacronismo deliberado -pesadilla de historiadores y requerimiento de la praxis política de todos los bandos en disputa-, mediante el cual la masacre y sus fundamentos son continuamente repuestos bajo la forma de razón inconcusa con renovados argumentos. En ese sentido, pese a las políticas de reparación, reconocimiento y empoderamiento étnico asistido por políticas de Estado, se trata, como en general con cualquier tema de derechos humanos, de una batalla nunca concluida. Porque en cada período histórico las clases dominantes deben legitimar su existencia.
Para que la perpetuación de la masacre sea eficaz se requieren ciertas condiciones. En principio, se ha de establecer el límite, siempre difuso, de los bandos en disputa. Por definición, toda etnia es etnocéntrica. Es decir, concibe su especificidad identitaria a partir de su diferencia, que pretende insalvable, con otros grupos humanos, a los que ubica en una secuencia que va desde la estigmatización hasta la colocación en la categoría cristalizada de enemigo. Cuanto mayor es esa diferencia, o sea, cuanto más sean los rasgos culturales, lingüísticos, sociales, biológicos -como el color de piel o los rasgos faciales- e incluso estéticos, como la vestimenta, mayor es la tendencia a construirlo como un otro no asimilable. En ese sentido en la Argentina, en particular de la región pampeano-patagónica, los indígenas han sido el enemigo ideal. El indio deseado por la sociedad no indígena en expansión a lo largo de medio milenio de ocupación de sus territorios supone su constitución bajo la imagen del salvajismo, con una dosis de crueldad, y sobre todo con el mapeo de sus costumbres consideradas anómalas, que garantizan mantener a ese otro como tal. O su versión complementaria, el indio asimilado, desindianizado, inscripto en la sociedad dominante como obrero, pobre, campesino, paisano, gaucho, cabecita negra o cualquier otra figura social de encubrimiento de su origen étnico, pero que ante todo se demarca como un otro en transición. Gesto no pocas veces continuado por la antropología y el indigenismo bienintencionados, que suelen requerir que la imagen del indio ideal, aislado, puro, no “contaminado” por la sociedad “blanca”, se verifique a costa de considerar sus sucesivas asimilaciones (que no son otra cosa que negociaciones identitarias en pos de la sobrevivencia que ponen en juego su versatilidad adaptativa en condiciones de menoscabo tras la derrota), como un desmedro decadente.
Pese a los esfuerzos de las diversas fuerzas políticas del siglo xx por integrar al mundo indígena para articularlo políticamente o al menos para justificar el paternalismo que lo heteronomiza, la persistencia del prejuicio -que es la base de toda identidad- sobre los aborígenes, cualquiera sea su condición -rural, aislada, integrada, urbana, descaracterizado, o en proceso de re-etnización o recuperación de claves de etnogénesis que los articule en la contemporaneidad – se traduce en posiciones políticas ancladas en discursos de odio. Lo cual con otros sujetos sociales también considerados un otro irreductible no sucede, al menos en forma tan virulenta, como en los casos de los colectivos de afrodescendientes o las disidencias lgtbq+.
El colmo del estigma esgrimido sobre el indígena es el despojamiento de su adscripción a la identidad colectiva mayor, la nacionalidad argentina. Con ello se produce su caracterización por defecto al acusarlo de ser parte de una potencia extranjera, con lo cual pierde su condición ciudadana y se transforma en un enemigo, ya no interno (y por ende carente de protección), al que se cuelga el mote de terrorista. Ello sucede allí donde la etnogénesis ha ido acompañada de reclamos territoriales, como en los casos de los mapuche-tehuelche y los ranqueles, herederos de las tribus que disputaron más aguerridamente la llanura durante el siglo xix.
Como el musulmán en Europa, el indígena en Argentina es objeto de ese movimiento conceptual que se ejerce a través de dispositivos de todo tipo -mediáticos, judiciales y policiales-, que encuentran su fundamento en la construcción historiográfica y en los ensayos de interpretación que derivaron en operaciones periodísticas y producciones audiovisuales. Ese movimiento tuvo varios momentos álgidos, como la publicística de Estanislao Zeballos, que sustanció la operación militar de Roca en 1879 y consolidó los ejes centrales de la cultura del genocidio con sus novelas y sus ensayos ulteriores, política que alcanzó en el centenario de aquel evento, durante la última dictadura, su remoción discursiva. Ello no se produjo sin antes inficionar a las izquierdas (como la llamada “izquierda nacional”, que en la voz de su principal exponente adhería al programa del genocidio) y a los movimientos nacional populares, que adoptaron, con excepciones, las tesis sarmientinas que hacían de su “salvajismo” materia de aniquilamiento, sin que se considerase mas que en forma episódica su integración. El “mapuche-terrorista-chileno”, cadena de equivalencias que anuda buena parte de los fantasmas de nuestra historia, se vuelve así la sombra terrible a conjurar sin ahorrar sangre en nombre de una argentinidad declamatoria a la que a su vez que se exalta se destruye en sus pilares fundamentales.
En un tramo de los juicios a que fue sometido el genocida Aflredo Astiz declaró que el enemigo ya no es, como en los setenta, el subversivo apátrida, sino el indio terrorista. Ese “terrorismo originario” anuda nombres al martirologio argentino como el de Rafael Nahuel. Esos nombres antagónicos son la certificación de que ese genocidio no cesa y asume formas diversas que es preciso alumbrar para despejar parte del camino. El debate contemporáneo, que no es otra cosa que la reposición del problema nunca del todo resuelto de la llamada Conquista del Desierto, merece ser nuevamente puesto en cuestión entre aquellos que nos postulamos como quienes asumimos la idea de igualdad y fraternidad para un futuro emancipado de la nación.
* Guillermo David es Filósofo y ensayista