Por Claudio Turco Cherep
El cóctel de violencia, analfabetismo estructural y grosera picaresca que configura la personalidad de Javier Milei es el fiel reflejo de su política cultural. Pero el desmantelamiento de los organismos estatales vinculados a la cultura, la sobreactuación pendenciera contra los hacedores culturales y la agresión sistemática contra quienes se sublevan a este modelo de genocidio cultural por goteo, no constituyen improvisación alguna, sino que se trata de un plan orquestado y llevado a cabo con minuciosidad, que no tiene precedentes desde el retorno de la democracia hasta nuestros días.
El vehículo de la perversión mileísta circula por dos carriles. Por un lado, el desguace y el desfinanciamiento de organismos claves para apuntalar el quehacer cultural. Por el otro, la construcción de un sentido antiestatal y hueco, plagado de lugares comunes, ferozmente agresivo, denominado, para que Gramsci se retuerza en su tumba, “la batalla cultural”.
En la primera de las avenidas transitó sin freno Federico Sturzenegger. Poco sabido es su segundo nombre: Adolfo. Por una letra no es Adolf. Una vez que Javier Milei degradó el Ministerio de Cultura a una Secretaría bajo el ala poco protector del múltiple ministerio de la Licenciada en Ciencias de la Familia (?) Sandra Pettovello, “Sturze” le puso letra a la idea en la Ley Ómnibus.
Más allá de que algunos de los embates no prosperaran, mientras gestaba despidos masivos en el ex Ministerio, el cipayo propuso derogar la Ley 24.800 de Creación del Instituto Nacional del Teatro, que databa de 1997 y el Decreto Ley 1224, que alumbró al Fondo Nacional de las Artes en 1958. En el articulado más fino, también se modificaba las bases de la Ley de Cine y le ponía la soga al cuello a la autonomía del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), buque insignia de la promoción del séptimo arte. Tampoco se salvaba del culturicidio el enemigo mayor del mileísmo iletrado. En el Artículo 60 se eliminaba expresamente el precio único de los libros, acaso el último garante de la supervivencia de las librerías pequeñas contra la embestida de los tanques corporativos. Y, para no olvidarse de nadie, restringían el financiamiento de la bibliotecas populares, hoy protegidas por la legislación nacional y por muchas provinciales.
Si este era el tenor de la letra gruesa, podrán imaginar el destino de lo que estaba a tiro de una resolución con firma de un Ministro. Programas nacionales exitosos, circuitos culturales, trabajo valioso, pasaron a mejor vida.
Pero retomemos al punto de la Lay Ómnibus. Al fragor de la discusión política, varios de estos ítems quedaron de lado en la mesa de negociaciones. Fueron prenda de cambio para que, con la connivencia de sectores del radicalismo y el PRO, se pudiera aprobar la ley con el gobierno llevándose la parte del león. No obstante sirvieron para trasparentar lo que los libertarios de pacotilla piensan de la cultura.
En el otro carril de la avenida, transita como pez en el agua el propio presidente, seguido por sus propaladores tuiteros pagos “con la nuestra”. La estrategia discursiva del insulto y la descalificación para los trabajadores de la cultura, negándoles su condición y tratándolos de “vagos y choros” forman parte de una escena cotidiana que predomina, con peligrosa naturalidad, en la cloaca de las redes sociales y en los pocos puntos de rating que todavía le queda a la televisión de aire. Es la construcción del sentido común, que se traduce en la falacia de que “no vamos a gastar plata en un recital si ese dinero sirve para comprarle una ambulancia a un pueblito del norte”. Algo así como preguntarse si es lo mismo cortar el asado con cuchillo o con cuchara. Con el agravante de que, no solo no financian la cultura, sino que tampoco compran la ambulancia. Y en el caso de que lo hagan, seguro no va a llegar a destino porque las rutas nacionales son un desastre.
Hace algunos días, el Secretario de Cultura de la Nación, Leonardo Cifelli, fue orador en la edición 49 de la Feria del Libro de Buenos Aires, el botón de muestra de lo que será el año literario y el termómetro de las habas que se cuecen en un ambiente de pesos pesados. El antecedente de la participación del gobierno fue el papelón del año anterior, con Milei retirándose a los gritos a presentar su libro en otra parte. En este, menos estruendosos, los libertarios no fueron en zaga. El productor privado Cifelli leyó que necesitamos «una cultura libre y sin una orientación ideológica» y remarcó que «la política partidaria no debe intervenir en la cultura y mucho menos debe ser el motivo de gastos innecesarios». Se ligó un abucheo estruendoso.
Después, Juan Sasturain, profundo narrador de la ficción, pero sobre todo de la realidad, a su turno lo dijo por todos los argentinos: “vivimos el tiempo de los sinvergüenzas”.