Por José “Pepe” Armaleo *
Las declaraciones de la diputada nacional Lilia Lemoine justificando la agresión policial contra el fotoperiodista Pablo Grillo no solo convalidan la violencia, sino que la normalizan como un daño colateral aceptable en el ejercicio del poder. «No podés hacer un omelette sin que se rompan un par de huevos», dijo la legisladora ultraderechista, defendiendo la represión desatada por las fuerzas de seguridad al mando de Patricia Bullrich. El mensaje es claro: la violencia de arriba es legítima, mientras que cualquier resistencia a ella es inadmisible.
Lo sucedido en las inmediaciones del Congreso es solo una muestra más de la institucionalización del autoritarismo en nombre del orden. Un periodista herido de gravedad por un cartucho de gas lacrimógeno disparado a quemarropa es, según la diputada, un simple «accidente». La lógica perversa de este razonamiento es la misma que se utilizó en los tiempos más oscuros de nuestra historia reciente: culpar a la víctima, eximir a los responsables y justificar la represión como un daño colateral inevitable.
El peligro de este discurso radica en el resquicio que abre hacia la reinstalación de un modelo de violencia institucional sistemática. La historia nos ha enseñado que la violencia de arriba comporta inevitablemente la violencia de abajo, generando un espiral que solo conduce al caos y al sufrimiento social. El Estado, en lugar de garantizar derechos, se convierte en una máquina de represión que castiga a quienes se atreven a cuestionarlo.
Pero la violencia institucional no se limita a la represión en las calles. El hambre, la falta de medicamentos, los salarios de miseria, el abandono de los sectores más vulnerables también son expresiones de esa misma violencia. Cuando un gobierno decide que es aceptable que la población pase hambre o que los jubilados sean golpeados por reclamar lo que les corresponde, está ejerciendo una forma de violencia que, de acuerdo con el derecho internacional, puede ser considerada un crimen de lesa humanidad.
El problema no es solo que una diputada justifique lo injustificable, sino que desde el propio Ejecutivo se aplauda el accionar represivo. La represión contra los manifestantes y jubilados el pasado miércoles es la consecuencia lógica de un modelo político que desprecia el disenso y criminaliza la protesta. Y cuando la violencia del Estado se normaliza, el resultado es predecible: la profundización del conflicto social y el incremento de la resistencia popular.
La historia reciente nos recuerda que el camino de la represión no resuelve los problemas, sino que los agrava. Si el gobierno insiste en responder con balas de goma y gases lacrimógenos a las demandas sociales, no hará más que alimentar el fuego del descontento.
Una respuesta responsable debería ser la de apartar y juzgar a los responsables de estos hechos, estableciendo un precedente claro de que el abuso de poder no será tolerado en una democracia. La inacción ante estos actos solo refuerza la impunidad y da luz verde a nuevas violaciones de derechos humanos. Es fundamental que el Estado tome medidas concretas, investigue los hechos y sancione a quienes hayan actuado fuera del marco legal. De lo contrario, la violencia institucional se seguirá perpetuando como una herramienta de control y represión social, empujando al país a un escenario cada vez más peligroso.
La pregunta es si estamos dispuestos a tolerar que el horror vuelva a instalarse como política de Estado o si vamos a frenar esta espiral antes de que sea demasiado tarde.
“La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia y la soberanía no se entrega”.
* JOSÉ “PEPE” ARMALEO ES ABOGADO, ESPECIALIZADO EN DERECHOS HUMANOS E INTEGRANTE DEL CENTRO DE ESTUDIOS ARTURO SAMPAY DE ZONA NORTE DE BUENOS AIRES