Por Marcelo Brignoni *
Como está escrito en la Constitución de Estados Unidos, el primer martes de noviembre cada cuatro años se celebran elecciones presidenciales. A medida que se acercan esas elecciones previstas para el 5 de noviembre de 2024, la incertidumbre avanza más y más. Además del presidente, se eligen 435 congresistas de su Cámara de Representantes (diputados) y 33 para el Senado, un tercio del total que se renueva cada 6 años. Asimismo, están en disputa las gobernaciones de once estados: Delaware, Indiana, Missouri, Montana, New Hampshire, North Carolina, North Dakota, Vermont, Utah, Washington y West Virginia.
A la ya reñida elección presidencial que auguran todas las encuestas – poco creíbles como en casi todos los países – se suma la situación del oficialismo del Partido Demócrata sobre todo después de la desafortunada performance de su excandidato, el insólitamente aun presidente Joe Biden.
En aquel debate con el expresidentey candidato republicano Donald Trump, el último jueves 27 de junio, organizado por CNN en Atlanta, Georgia,se vio muy explícitamente el deterioro cognitivo creciente, muy difícil de revertir, no solo en las encuestas sino en su propia salud, de Joe Biden quien a sus 81 años fue mandado a cuarteles de invierno por la burocracia de su partido, poco tiempo después.
Aquella andanada de críticas a la continuidad de Biden como candidato presidencial estuvo principalmente generada, a partir del día siguiente, por el “fuego amigo” de lo que se presumía eran sus propios partidarios, y tuvo su punto culminante en el ultimátum en forma de artículo periodístico que Thomas Friedman publicó en el New York Times, así como en el editorial de ese mismo diario, entre otros.
A pesar de recoger apoyos mayoritarios en el establishment financiero y sobre todo militar de Estados Unidos, aquella debacle televisada obligo al reemplazo de Biden por su vicepresidenta, la ex fiscal de California y experta en detenciones arbitrarias Kamala Harris. Su muy objetada actuación de aquellos años tal vez tenga en el caso de Jamal Trulove, condenado por asesinato a instancias de Harris y luego liberado e indemnizado en 13 millones de dólares por California al no ser culpable, el recuerdo más visible.
La Convención Demócrata ratifico en Chicago, Illinois, el pago de Barack Obama el 22 de agosto último, la candidatura de Harris y ahí empezó la actual campaña electoral.
A Biden, electo abrumadoramente en las primarias del partido inspirado en Thomas Jefferson y James Madison, se lo despidió sin honores por “incapacidad manifiesta” para el ejercicio de su postulación, aunque sin embargo sigue en el Salón Oval a cargo del Botón Rojo a pesar de ello. Una muestra de crueldad tardía generada en el miedo a la derrota y en la presunta pérdida de privilegios y negocios, mucho más que en el supuesto “interés superior de Estados Unidos” que alegaron algunos dirigentes demócratas aquellos días, en una muestra de desfachatez tristemente habitual.
La satanización de Trump y su posible triunfo necesitan de parte de los demócratas de un responsable que cargue la derrota, si es que se produjera, y ya han decidido que ese sea Biden.
Estados Unidos es en la actualidad el único de los países importantes en el mundo cuya política de defensa y cuyo criterio de selección de los conflictos que enfrenta en distintos lugares, están vinculados al interés de mercado de sus contratistas militares y no a su política soberana como Estado Nación.
La influencia empresarial siempre tuvo importancia en la política exterior de Estados Unidos, incluso con apariciones públicas para nada disimuladas por la “corrección política”. De hecho, aquella frase ya clásica, pronunciada en los cincuenta del siglo pasado por Charles Wilson, presidente de GMC en esos años, marcó una época: “Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”. A pesar de la añeja vocación imperial de Estados Unidos, lo cierto es que GMC vendía vehículos, a diferencia de los actuales contratistas militares que tienen en la muerte violenta a lo largo del mundo, su fuente de ingresos empresarios.
Solo observando los permanentes atentados de falsa bandera, las operaciones de contrainteligencia de la CIA para justificar matanzas y guerras posteriores y la muchedumbre de ex activos de la CIA y de las Fuerzas Armadas entre los CEOS de las “Private Military Companies”, se aprecia el inocultable cambio de paisaje, que profundiza la indefensión de la política estadunidense, ante el avance indiscriminado de la facturación de los señores de la muerte, como eje articulador real de la política exterior del Departamento de Estado.
Tan solo entre las seis empresas militares principales que proveen equipamiento a Estados Unidos, Lockheed Martin, Boeing, BAE Systems, Raytheon Company, Northrop Grumman y General Dynamics, observamos que su facturación anual supera holgadamente los 35 billones de dólares en 2023, sobre un gasto total informado a la comisión respectiva del Senado de Estados Unidos, por parte del United States Department of Defense, conducido por el bueno de Lloyd Austin, del orden de los 900 billones de dólares en ese mismo año -100 billones de dólares más que la sumatoria de los gastos en defensa en dicho periodo de China, Rusia, Arabia Saudí, Reino Unido, Francia, Alemania, Corea del Sur y Japón – datos no opinión diría algún analista.
Es necesario aclarar que estas cifras se expresan en billions que en los países de habla inglesa como Estados Unidos equivalen a 1.000 millones: un 1 seguido de 9 ceros: 1.000.000.000.
En nuestros países de habla hispana los billones equivalen a un millón de millones, es decir, a un 1 seguido de 12 ceros: 1.000.000.000.000.
Si la “amenaza para el mundo” que significa Trump, que por cierto generó bastante menos guerras que Biden, y que repítenlos demócratas al compás de sus jefes de las “Private Military Companies no es “detenida”, no aparece claro cuál sería el rol en ese caso, de esos apoyos demócratas, en el marco de una grieta que ahora es explícita en Estados Unidos.
Después de décadas de buena vecindad demócrata republicana, representando casi exactamente los mismos intereses económicos y geopolíticos, o como decía un viejo analista en aquellos tiempos “gane quien gane gobernaran los mismos”, el panic show demócrata es elocuente, con la inestimable colaboración del siempre patético “neoliberalismo progresista” interno y externo. Aquella brillante definición creada por Nancy Fraser describe perfectamente a las almas nobles de heladera llena, preocupaciones por las minorías y obsecuencia con los ricos, la desigualdad y la globalización financiera.
Dos posturas
Que las ideas de Donald Trump no sean mejores que las de Kamala Harrisno significa que no sean bastante diferentes, lo que ya está palmariamente claro.
Trump no forma parte de la “Élite de Washington”, lo que no implica que sea mejor que Harris, pero le permite decir que no es el responsable de estos últimos años de gobierno. Esta posibilidad discursiva es hoy una buena parte de su probable éxito. A los estadounidenses comunes y corrientes, cuya condición de vida cae en picada desde hace rato, los políticos profesionales les resultan refractarios y el ser oficialista en estos días más aún. El discurso contra “la casta” aunque sea hipócrita y falso, funciona en muchas latitudes ante la frustración de la gente de a pie que necesita culpables ante la falta de soluciones que ofrecen los “sensibles progresistas”.
Mientras la fanaticada de Barack Obama insiste con su pretensión de presentar a Estados Unidos como “Faro Democrático del Mundo” esto no aparece como un tema de interés en Donald Trump, decidido a desglobalizar a Estados Unidos con bastante más experiencia para hacerlo que en su primera presidencia. Por ende, el presunto cierre proteccionista de Estados Unidos no solo es un problema para el establishment demócrata globalizador, sino también para los principales proveedores de manufacturas extranjeras que se venden en el país, en tanto es el mercado más numeroso y de mayor capacidad adquisitiva del mundo.
Mientras tanto Hillary Clinton, en el marco de la desesperación demócrata, enumeró una serie de medidas que podría tomar Donald Trump si vuelve a la presidencia, que no solo no parecieran perjudicarlo electoralmente, sino que incluso en algunos casos hasta parecen razonables. Hillary, que no aprendió demasiado de Bill a pesar de tantos años juntos, dijo que si Trump ganase en noviembre “será el fin de esta democracia en Estados Unidos, será el fin de Ucrania porque propiciara un acuerdo con Putin y además nos sacará de la OTAN, así como nos sacó del acuerdo para evitar el desarrollo nuclear de Irán”.
La visita del jueves 11 de julio último del Premier de Hungría Viktor Orban, a cargo por entonces de la Presidencia de la Unión Europea, al expresidente Donald Trump en su club privado de Mar-a-Lago, en Florida, para avanzar en su agenda de alcanzar un acuerdo de «paz» entre Ucrania y Rusia, con el obvio apoyo implícito de Moscú dejo más claras aun estas diferencias entre demócratas y republicanos.
Mientras los demócratas y sus empleados europeos intentan sin éxito avanzar contra Rusia y desmembrarla, a Trump le interesa alcanzar un acuerdo de estabilidad con Putin, sin importarle el destino de la Unión Europea y la OTAN a los que considera aliados “caros y poco confiables”. Su deseo de poder avanzar en su plan proteccionista de reindustrialización con prioridad en el mercado interno de Estados Unidos, condicionando su relación con China donde Trump ya habló de un arancel del 60% sobre todos los bienes fabricados en ese país y anunciando un desacoplamiento tecnológico más amplio necesita desescalar la tensión con Rusia, sobre todo después de ver el imponente despliegue de poder de la reunión BRICS en Kazán, Rusia, los últimos días de octubre donde “el otro mundo” ratificó que dejara atrás definitivamente el reconocimiento a Estados Unidos como hegemon global unipolar.
El francotirador que le disparó a Trump el 13 de julio, después de las declaraciones de Hillary -dato poco analizado-y dos días después de su encuentro con Viktor Orban dejo claro que la grieta entre demócratas y republicanos es bastante profunda. En un país donde el magnicidio es tristemente habitual con casos como los de William McKinley, Abraham Lincoln, James A. Garfield y John F. Kennedy siempre latentes, los límites de la “tolerancia democrática” aparecen más difusos de lo que se promociona.
Aquellos 10 milímetros que mediaron entre la supervivencia o la presunta muerte de Donald Trump en campaña marcan la dimensión de la crisis política del otrora “dueño del mundo”.
En cuanto a la República Argentina se observa un profundo desconcierto cuyo máximo dislate señala que Trump y Milei forman parte de una misma “cosmovisión” del mundo. La tendencia a juzgar la totalidad de la política en base a la posición puntual sobre los derechos cívicos de las minorías hace que muchos crean que Milei y Trump representan lo mismo en política, lo que claramente no es así.
Más allá de coincidir en la defensa de los intereses de Estados Unidos de parte de ambos, lo que habla peor de Milei que de Trump, no son muchas las coincidencias entre Milei y Trump. Uno Milei, un globalista libertario antiestatal al servicio de las empresas y los bancos globales y el otro un derechista conservador pero estatista y proteccionista de su economía y sobre todo de los puestos de trabajo en su país.
Un viejo politólogo sanjuanino y amigo solía decir que es muy difícil combatir lo que no se comprende y quizás allí están varias de las razones del ascenso de Milei y de Trump.
Donald Trump no es un error de época, representa cabalmente a sectores internos de Estados Unidos, opuestos a una globalización cuya deslocalización geográfica industrial ha dejado un reguero de nuevos pobres y desempleados, sobre todo en aquellos sectores de baja capacitación, otrora fuente de potencia electoral de los viejos sindicatos demócratas y hoy vulgarmente llamados White Trash, descriptos maravillosamente por Nancy Isemberg y sobre todo por el ahora Candidato a Vicepresidente de Trump J.D.Vance, en su multipremiado libro “Hillbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis”, un relato autobiográfico que se convirtió en bestseller y película de Netflix, en el que Vance narra su infancia en unos Estados Unidos de blancos castigados por el desempleo y las adicciones, dando voz a una clase trabajadora desilusionada y resentida.
Da la impresión de que la elección de Vance desconoce de parte de Trump la existencia de otras matices republicanos que pudieran sumarle “otros electorados” y que la designación de Vance persigue victorias en Ohio, Virginia Occidental, Pensilvania, Michigan, Wisconsin y otros baluartes del “Rust Belt”.
Mientras estos hechos se desarrollan, Harris parece ajena a presentarse como oficialista, pero no por una actitud de soberbia o terquedad, sino porque no tiene mucho que decir. La proliferación de Homelees en todo el país, la pandemia del fentanilo que asesina miles de estadounidenses diariamente y el virtual control que ejercen sobre el gobierno, los contratistas militares que operan desde el deep state estadounidense resultan inocultables.
Además, la pretensión de “diferenciación progresista” sobre Trump de un gobierno como el de Biden-Harris que apoya de modo indisimulable el genocidio de Gaza que protagoniza Israel resulta solo creíble para un grupo de fanáticos lobomotizados. La respuesta de Harris es que “ella no es la presidenta” para hacerse cargo de todas las acciones de su gobierno, un tipo de excusa que conocemos bien en Argentina.
Lo electoral
El ruido que se expande no solo aturde desde la propia campaña, hay muchas observaciones sobre el sistema electoral estadounidense, con la ausencia de una autoridad federal con competencia electoral y el sospechado “voto por correo” que con antecedentes bastante oscuros ha beneficiado oportunamente tanto a Trump como a Biden pero que hoy despierta enormes sospechas.
Los votantes además no elegirán de modo directo al cuadragésimo sexto presidente de la nación. La elección del presidente de EE. UU. recae en el Colegio Electoral desde hace 233 años. Esa potestad corresponde a los 538 compromisarios o electores, que en nombre del “Pueblo de la Nación” votarán en cada uno de los 50 estados del país y el Distrito de Columbia (Washington, sede de la capital federal).
Es muy recordado el caso de las elecciones de 2000 cuando George W. Bush ganó por apenas 538 votos el estado de Florida, donde gobernaba su hermano Jeff, luego de semanas de controversias e impugnaciones judiciales y acusaciones de fraude electoral que lo consagraron como el ganador de los 25 electores que le dieron llaves de la Casa Blanca sobre Al Gore.
Hoy está extendida la idea de que no hay manera a la vista de garantizar la derrota de Trump a pesar del esfuerzo mediático en ese sentido. La elección en Estados Unidos y la incertidumbre sobre quien será el presidente aportan mas dificultades a un país que después de ganar la Guerra Fría hoy ve como su hegemonía de otrora se derrite como manteca en el desierto de Nevada.
Solo mentes muy ignorantes o venales pueden pensar que a la República Argentina le conviene en esta etapa que Estados Unidos sea su aliado principal, pero gano Milei y el gigantesco fracaso del movimiento nacional y popular estos últimos 10 años le permite que siga creyendo que un futuro de colonia dolarizada es lo mejor que puede pasarle a nuestro país.
Un mundo cambiante y multipolar tiende a consolidarse y Estados Unidos no parece que puede volver a tener la influencia que tuvo.
El tiempo dirá lo que viene. La política internacional no admite pronósticos, pero si parece claro que las ideas delirantes de Jabier Milei no se corresponden con ningún probable presidente estadounidense.
Pronto sabremos si Dios Salvará a América.