Por Enrique Martinez *
Durante más de una generación, hemos llamado economía social y solidaria a aquella fracción de la producción capitalista en que la propiedad de una unidad productiva es compartida por quienes trabajan en ella, lo cual implica en consecuencia que los beneficios generados también se distribuyen entre los trabajadores.
Implícitamente, hemos admitido que un emprendimiento se crea ante todo para generar beneficios a quienes lo conciben y conducen. Esos beneficios surgen de la inserción en una cadena de valor que participa en el mercado, con reglas capitalistas conocidas y respetadas hace siglos.
O sea: todos y todas hemos dicho que el carácter social y solidario surge de la forma de repartir las ganancias, que de otro modo hubieran ido al bolsillo de un dueño, propietario exclusivo del capital.
La historia se ha encargado de demostrar que nos equivocamos. Mejor dicho: que se trata de un encuadre parcial e incompleto. Una producción social – podemos omitir el término solidario para ser más rotundos – se debe calificar por su efecto en la comunidad, más que por la forma en que se distribuye los beneficios capitalistas.
Esto es: Llamaremos producción social, acompañando el giro que se viene produciendo en numerosos ámbitos de pensamiento, sobre todo del mundo central, a aquella que busque atender necesidades comunitarias. Incluiremos entre estas a las que han aparecido como
consecuencia de la evolución del capitalismo, en su proceso de concentración y de hegemonía sin límites de las finanzas.
Definimos entonces a la producción social por sus objetivos, no por la titularidad de su patrimonio. La elogiamos y promovemos por el cumplimiento de esos objetivos, no por la cantidad de dinero que gana. Desde el sector público, deberíamos asignarle un espacio creciente a caracterizar de manera cada vez nítida las carencias comunitarias y a pensar cuales son las formas productivas que las eliminan.
Esos emprendimientos deben comprar y vender, deben conseguir su sustentabilidad en el mercado como espacio donde se concretan las transacciones; posiblemente con ciertas formas de apoyo público, pero no con dependencia de subsidios permanentes, ni pensadas en términos asistenciales.
No se trata de insertarse en un escenario preestablecido y ser exitoso según sus normas. Se trata, por el contrario, de adquirir la capacidad de entender las causas de las deficiencias sociales y de contribuir a corregirlas construyendo cadenas de valor que respondan a principios diferentes.
La vertiginosa evolución del capitalismo, que construye ideología cambiante en su esfuerzo por fundamentar un sistema notoriamente dañino para grandes fracciones del mundo, ha ocultado y pretende olvidar ejemplos de producción social, que han sobrevivido y crecido en base a sentido común y respeto por la calidad de vida en comunidad.
Tal vez el paradigma sea la historia de Seikatsu Club Consumers, la cooperativa de consumo japonesa que nació en la posguerra y tiene al presente más de 300.000 socias. La guerra devastó la infraestructura productiva de Japón, dejando como saldo solo el potencial individual de los sobrevivientes. Había mucha gente que sabía cultivar, pero no tenía un yen. Las primeras mujeres que tuvieron ingresos fueron empleadas públicas de un Estado en reconstrucción. Pues esas mujeres financiaron a las que sabían cultivar, creando el primer sistema del mundo de agricultura apoyado por la comunidad, encarando así el hambre de frente y a fondo.
Setenta años después la continuidad de esa cultura les ha permitido expandirse por todo Japón, involucrarse en la producción de bienes básicos, junto con la prestación de servicios comunitarios como el cuidado de fracciones etarias definidas y varias otras cosas.
La Argentina está sufriendo un genocidio diferente de una guerra abierta, pero en ciertos sentidos más perverso que ella, porque sus instrumentos son más dificiles de reconocer, especialmente por sus víctimas más notorias.
Es necesario inspirarse en aquellos ejemplos pero también en muchos otros más cercanos en el tiempo, en la medida que las ideas básicas de la producción social, sus fundamentos, alcances e instrumentos, ya han llegado a la currícula escolar en Escocia; forman parte del programa inglés de gobierno en Inglaterra; cuentan con asociaciones empresarias en EEUU o en Australia, por mencionar solo unos pocos casos.
El concepto es claro. Una sociedad que atraviesa una meseta de desesperanza como la nuestra, puede dudar de su viabilidad. El mundo nos da ejemplos cotidianos de su importancia.
* Enrique M. Martínez es Coordinador del Instituto para la Producción Social