por Eduardo Rinesi *
Una de las más recorridas líneas de respuesta a la pregunta por las razones de lanada despreciable aprobación social de la retórica y de las políticas del presidente Milei señala en su origen el resultado de un largo proceso de cambio de la sociedad argentina que habría arrojado como saldo, en un ciclo de medio siglo, pero reforzándose en los últimos años como resultado de distintas mutaciones en el mundo del trabajo, las comunicaciones y el uso de las tecnologías, un mundo colectivo que no sería otra cosa, hoy, que la suma aritmética de los átomos que lo componen. De una totalidad de la que podíamos pensarnos como partes a un estallido de esa totalidad y a su reemplazo por una colección de individuos separados, aislados, mirándose mutuamente con sospecha o con recelo, como enemigos, como obstáculos, o en el mejor de los casos como depósitos circunstanciales de órganos que el día de mañana, en caso de necesidad, podrán comprarse a un precio justo en el mercado. De una sociedad integrada a una colección de individuos solos.
Viene a la memoria la idea, que acuñó hace tiempo el sociólogo norteamericano David Riesman, de la lonelycrowd, la multitud de individuos solitarios de las sociedades “post-industriales” de mediados del siglo pasado, pero mucho más todavía viene (nos viene) la magnífica descripción de la Buenos Aires de 1931 que realizó Raúl Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera. Acababa de caer Yrigoyen y de terminar, de esa manera, una importante experiencia democrática y popular, y con seguridad la sensación generalizada era de derrota, de humillación y de fracaso. Scalabrini describe admirablemente esa sensación en su pintura de las mesas de los cafés de la ciudad en la que se reúnen después de su jornada de trabajo esos “hombres solos” que no se hablan, que están juntos apenas para disimularse un poco su propia soledad, que se dicen tonterías más o menos insustanciales y que respiran aliviados cuando en la vitrola suena un tango que los autoriza a ya no decir más nada y a limitarse, las testas inclinadas, a revolver cada uno su café como buscando en el fondo del pocillo las secretas causas de su frustración.
¿quiénes eran, me pregunto, esos hombres? Saco cuentas y me respondo que es posible que algunos de los más viejos hayan integrado las filas de los revolucionarios del 90. Y que unos cuantos más, menos añosos, pueden haber tirado alguna piedra o algún tiro tres lustros después, en el año cinco. Y que casi todos deben haber formado parte de las grandes epopeyas electorales del 16 y del 28.Y me digo que es justo por eso (porque nunca somos solamente lo que la historia ha hecho de nosotros hasta depositarnos en el punto del presente en el que estamos, porque siempre somos, también, la memoria de lo que fuimos, el recuerdo de las viejas luchas y la añoranza de los futuros que abrazamos y que todavía no pudimos conquistar) que esos hombres que están solos y derrotados y humillados y tristes, a pesar de todo, esperan. ¿qué esperan? No lo saben, porque la verdadera espera nunca sabe el nombre de su objeto. Pero esperan, que es como decir que saben sin saber del todo que el presente no está nunca cerrado de una vez sobre sí mismo y que tiene siempre abierta una compuerta hacia una posibilidad distinta, hacia un futuro menos mezquino, menos miserable.
En su crónica del 17 de octubre del 45, catorce años después, Scalabrini presenta otra idea de la multitud. No ya la de los hombres solos que esperaban que algo pasara en sus vidas y en la vida del país, sino la de los que percibían que pisaban por fin esa hora de transformación y salían a las calles a protagonizarla. Eran el subsuelo de la patria sublevado, escribe Scalabrini, y eso quiere decir que eran los humildes, los trabajadores y las trabajadoras (los matarifes y los torneros y los oficinistas y las lavanderas), pero también que eran esa memoria de las luchas y los sueños del pasado. Es muy linda esa crónica de Scalabrini, que describe a un pueblo plural en sus oficios y en los tonos de sus rostros y de sus cabellos (no deja de haber en ello un anticipo del retrato de otro pueblo que hará otros catorce años después Ernesto Guevara cuando pida, en Cuba, que la Universidad se pinte de pueblo, y especifique: de negro y de mulato, de obrero y de campesino), pero unificado en el grito común de un solo nombre. ¿No se anuncia aquí, de paso –y más bonito– algo de lo que leeríamos décadas más tarde en Ernesto Laclau?
No sabemos si nos aguarda en el horizonte algún 17 de octubre como el que describía Scalabrini en esa crónica, y no ignoramos que cualquier sociólogo y cualquier historiador nos advertiría sobre la ingenuidad de esperar uno parecido a aquel. No sabemos la forma que tendrá lo que venga, que depende entre otras cosas de nosotros, de lo que sepamos pensar y hacer frente a este presente de aspecto tan macizamente desesperanzador. Quise destacar aquí el interés del “… y espera” del título del ensayo de Scalabrini de comienzos de los 30, que quiere decir que la historia nunca está cerrada. Algunos años antes –gobernaba Alvear–, otro militante yrigoyenista, Jorge Luis Borges, había escrito “que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!” Está en El tamaño de mi esperanza, texto precioso, como los de Scalabrini, para acompañar nuestras militancias en estos tiempos difíciles.
* Eduardo Rinesi es un filósofo, politólogo y educador argentino