Por Aníbal Germán Torres *
Al Prof. Sergio Acero, in memoriam
“Hasta hoy mi suerte había sido feliz, pero acabo de tener el primer y el mayor pesar que me podía mandar el cielo: la muerte de mi amado tatita.
El clima de Bulogne, tan frío, húmedo y poco adecuado a sus años, ha precipitado su enfermedad. Bajo otro cielo más benigno estoy convencida de que mi cariño y mis cuidados hubieran prolongado una existencia que apreciaba más que la mía.
El cariño de Mariano y las niñas
me harán más llevadera esta pérdida irreparable.
El tiempo, que todo lo calma, suavizará, yo lo espero,
el profundo dolor que hoy siento”
(Mercedes San Martín, Bulogne-sur-Mer, agosto de 1850)[1]
Según se afirma, “posiblemente nadie haya amado tanto a San Martín como su hija Mercedes”,[2] quien había nacido en Mendoza, cuando el Gran Capitán se había instalado allí para organizar el célebre cruce de los Andes.
La vida de San Martín y la de su única hija transcurrieron a un lado y a otro del Atlántico. A finales del siglo XVIII, los padres del que llegaría a ser “el más grande de los argentinos”, se instalaron en Yapeyú, en la actual provincia de Corrientes. Allí, en esa pequeña localidad que había pertenecido a las misiones guaraníticas, en 1778 nació José Francisco. La familia San Martín volvió a España, donde José proseguiría sus estudios hasta que, siendo muy joven, comenzaría su carrera militar en el ejército español, resistiendo la invasión napoleónica.
Tengamos en cuenta que la convulsión política y social no sólo sacudió a la península ibérica sino a los territorios americanos, donde empezaron los movimientos para sacarse de encima el dominio del imperio español. En ese contexto se inscribió nuestra Revolución de Mayo de 1810, con la instalación del primer Gobierno patrio. Del otro lado del océano, San Martín y otros americanos que se encontraban en Europa, tomaron contacto con las sociedades secretas, las llamadas “logias”, imbuidas del ideario político de la Revolución Francesa y de la promoción del libre comercio. Decidido a luchar por la libertad de su patria natal, San Martín se embarcó en Londres rumbo a Buenos Aires, arribando en 1812.
Reconociendo el talento militar que había demostrado peleando en el ejército español, las autoridades argentinas le encargan la formación de lo que acaso sea su obra más personal y perdurable: el Regimiento de Granaderos a Caballo. Éste tuvo su bautismo de fuego en 1813, en San Lorenzo, donde desde el histórico convento franciscano, San Martín y sus tropas vencieron al enemigo realista español. Fue el bautismo de fuego de los Granaderos y el único combate de San Martín en suelo argentino. Si no hubiese sido por la ayuda heroica del Sargento Juan Bautista Cabral, la vida de San Martín hubiese terminado a partir de ser aplastado por su caballo.
Más allá de los encontronazos con las autoridades de Buenos Aires, San Martín comenzará a desplegar la magna estrategia política y militar para liberar a medio continente: tras constatar las serias dificultades de avanzar por el norte hacia el Alto Perú (donde Manuel Belgrano y Martín Miguel de Güemes, junto con sus tropas, habían dado lo mejor de sí mismos), se dio cuenta que lo más inteligente (aunque no libre de enormes dificultades) era llegar a Lima, el corazón del imperio español en Sudamérica, cruzando los Andes y luego arribar por mar al Perú.
Pero para esto no bastaba con tener Gobierno patrio, sino que faltaba algo más: declarar la independencia nacional. Sólo el ejército de un Estado soberano podía liberar a los hermanos Chile y Perú. Por eso San Martín, desde su rol de Gobernador de Cuyo, hará todo lo posible para que se declare la independencia, lo que ocurrió el 9 de julio de 1816. Una vez logrado este objetivo, allí pudo terminar de prepararse lo que iba a ser el cruce de los Andes. Aquí destaco el rol de figuras fundamentales para esa gesta heroica: el Fray Luis Beltrán, llamado “el Vulcano con sotana”, que puso todo su conocimiento científico y tecnológico al servicio del ejército, el ingeniero José Antonio Álvarez Condarco, cuya memoria prodigiosa permitió el relevamiento cartográfico de los pasos a través de la cordillera, y, lideradas por Remedios de Escalada (la esposa de San Martín), las damas mendocinas, de gran capacidad organizativa.
A partir de 1817 la biografía de San Martín se mezcla con los hechos más notables de Sudamérica, liberando a Chile y Perú y propiciando sus respectivas independencias. La gesta política y militar tenía también su componente cultural: de la Biblioteca personal del General, se fundarían bibliotecas en Mendoza, Santiago y Lima, lo cual hace honor a la preocupación que tenía San Martín por la educación, como lo plasmará también en las famosas “máximas” a Merceditas, combinando disciplina, ternura y solidaridad.
Al cabo de una década en suelo americano, tras el enigmático encuentro de Guayaquil con Simón Bolívar, el héroe de la Gran Colombia, nuestro prócer decide, contra todo pronóstico, retornar a la Argentina, convencido de que “Bolívar y yo no cabemos en el Perú”, según dirá. Al respecto de esa cumbre, de la cual San Martín prácticamente guardó silencio durante toda su vida, a través de dos personajes, Jorge Luis Borges escribió: “Las explicaciones son tantas… Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica”. Dice el otro personaje: “Observé que, de cualquier modo, sería interesante recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector del Perú y el Libertador”.[3]
En 1824, tras visitar la sepultura de Remedios, su amada “esposa y amiga” que falleció a los 25 años, partió con su pequeña hija Mercedes rumbo al exilio. San Martín tenía 45 años y la niña tan sólo 8 años. Él nunca más volvería a pisar en vida el suelo de la patria, aunque en 1828 llegará nuevamente hasta el puerto de Buenos Aires, usando el apellido materno Matorras, pero decidirá no desembarcar, fiel a su compromiso de no desenvainar su famoso sable para derramar sangre de sus compatriotas, enfrentados en polarizaciones ideológicas. San Martín sabía bien que la unidad debe prevalecer sobre el conflicto.
Londres, Bruselas, París y sus alrededores, y finalmente, Bulogne-sur-Mer, fueron las residencias de San Martín y su pequeña familia. El Libertador buscaba lugares que le permitieran vivir tranquilo, huyendo de enfermedades o revueltas sociales. Más allá que sus días eran sencillos y austeros, dedicados a la jardinería y la carpintería, con el tiempo se fue haciendo sensible al trato con los artistas. A través de los “papeles públicos”, como se llamaba entonces a los diarios, y de la correspondencia, San Martín seguía con atención los asuntos de su tiempo. América, en general, y la patria, en particular, seguían demandando su lectura y su pluma. Y no dudó en ofrecer sus servicios al país ante el bloqueo francés primero y anglo-francés después, en la época de Juan Manuel Rosas, a quien con convicción le legaría su sable tras la gesta de la “Vuelta de Obligado” de 1845, más allá de no compartir su estilo de gobierno y de las conversaciones que tenía con los visitantes que recibía en su casa, muchos de ellos exiliados del rosismo, como Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Al fin de cuentas, el único partido del Libertador era “el americano”.
Se dice que un retrato del anciano San Martín, rodeado del sereno clima familiar que le prodigaban su hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus dos nietas, Merceditas y Josefa, quedó plasmado en el poema El cigarro:[4]
En la cresta de una loma
Se alza un ombú corpulento,
Que alumbra el sol cuando asoma
Y bate si sopla el viento.
Bajo sus ramas se esconde
Un rancho de paja y barro,
Mansión pacífica, donde
Fuma un viejo su cigarro.
(…)
No siempre movió en mi frente
El pampero fría cana;
El mirar mío fue ardiente,
Mi tez rugosa, lozana.
La fama en tierras ajenas
Me aclamó noble y bizarro;
Pero ya, ¿qué soy? Apenas
La ceniza de un cigarro.
Por la patria fui soldado
Y seguí nuestras banderas
Hasta el campo ensangrentado
De las altas cordilleras.
Aún mi huella está grabada
En la tumba de Pizarro.
Pero ¿qué es la gloria? Nada;
Es el humo de un cigarro.
¿Qué me dejan de sus huellas
La grandeza y los honores?
Por la paz hondas querellas,
los abrojos por las flores.
La patria al que ha perecido
Desprecia como un guijarro…
Como yo arrojo y olvido
El pucho de mi cigarro (…)”
Fallecido el 17 de agosto de 1850, durante 30 años el mar fue “una larga separación entre la ceniza y la patria”[5]. A medida que la reivindicación de San Martín iba ganando terreno, sus restos llegaron a la Argentina en 1880 y fueron trasladados, en medio del júbilo popular, a la Catedral porteña, donde se había levantado un mausoleo en su honor.
Según se afirma, “en los años siguientes se va acentuando el interés por la vida de San Martín. Con [Bartolomé] Mitre a la cabeza se va gestando lo que algunos han llamado la construcción del héroe. El exilio de San Martín está cruzado por la melancólica idea del regreso. Un regreso que jamás habrá de concretarse. En sus cartas a sus amigos, en sus charlas con compatriotas, en su pensamiento íntimo está siempre la idea de volver. Distancia, nostalgia, lejanía, son acaso estos rasgos fundantes del alma de los argentinos. Tal vez San Martín después de una vida de batallas haya optado por vivir sus últimos años, largos 26 años, en una renovada vida civil junto a amigos, hija y nietas en lugar de venir a América a encabezar la ingrata tarea de luchar contra aquellos que él mismo nombraba como mis hermanos. Seguramente habrá pensado muchas veces en el cambiante destino de Bolívar: obtuvo toda la gloria que anhelaba pero murió joven casi en la miseria, traicionado y olvidado por sus contemporáneos. San Martín, en cambio, renunció a cargos, se alejó y sin proponérselo fue cada vez más recordado. Como si fuese una acción más de una brillante y secreta estrategia logró que la distancia y cierto olvido hiciesen que su recuerdo se agigantara cada vez más (…) [La] historia lo nombra como el más grande de los argentinos, el Gran Capitán, el Santo de la espada. Se lo llama también, acaso anhelando amparo y protección, el Padre de la Patria. Quizás la ausencia de San Martín sea una clave para entender nuestro porvenir. (…) Alguien que pudiendo tener todo el poder se retira; que está lejos y añora regresar, pero que no regresa. El llamado padre de la patria que finalmente se olvida de todo y de todos y deja en soledad a sus lejanos hijos. Libertador, estadista, hombre político, fundador de Estados, exiliado. (…) Como en aquel entonces es la idea de la patria lo que está en juego…”[6]
Pienso que a la luz de la vida ejemplar de San Martín, entre su presencia y su ausencia de la patria, podemos reflexionar desde nuestro inquietante presente: él sabía bien que la libertad no solamente se debe vivir a nivel personal, sino también (como creían los antiguos) a nivel de los pueblos, al servicio de proyectos colectivos. Además sabía integrar las ideas de avanzada de su época con la necesidad del orden público. Por último, su testimonio magnánimo nos recuerda, en la línea del pensamiento clásico, que la justicia es la medida para discernir toda buena política.
José de San Martín, aquel que fue “grande cuando el sol lo alumbraba, y más grande en la puesta del sol”, nos sigue interpelando a nosotros y a nuestros pueblos como en aquella vibrante arenga al arribar a las costas del Perú hace más de 200 años: ¡Acordaos que vuestro gran deber es consolar a la América y que no venís a hacer conquistas sino a libertar pueblos!
* Aníbal Germán Torre es doctor en Ciencia Política. Profesor universitario.
[1] Cit. en el documental El exilio de San Martín (2005). Disponible en You Tube.
[2] Ídem.
[3] Jorge Luis Borges, “Guayaquil”, en “El informe de Brodie”, Obras Completas, tomo 2, p. 472. Agradezco al Dr. Lucas Adur la sugerencia de este texto.
[4] Poema de Florencio Balcarce, escrito en Francia, inspirado en la figura de José de San Martín, abuelo. Integra la carta enviada por el Libertador a Domingo Sarmiento.
[5] Jorge Luis Borges, “Rosas”, en “Fervor de Buenos Aires”, Obras Completas, Tomo 1, p. 32.
[6] Cit. en el documental El exilio de San Martín (2005). Disponible en You Tube.