La Historia universitaria y los problemas de la Argentina

Por Darío G. Barriera *

Sobre el final del gobierno de Alberto Fernández, en septiembre de 2023, el ministro de Educación Jaime Perczyk y el de economía, Sergio Massa, presentaron un proyecto de ley de financiamiento educativo donde, entre otras cosas, se buscaba ampliar la oferta de carreras universitarias en función del desarrollo estratégico del país y de las áreas de vacancia territoriales. También se apuntaba a acortar la duración de las carreras. Bien que en un marco completamente diferente, donde la tónica del actual gobierno para el sector es el desfinanciamiento y el desestímulo de la educación superior estatal y pública, en distintas universidades argentinas se está discutiendo la reforma (o “adecuación”) de los planes de estudio de algunas carreras. Entre ellas la de Historia, clave en la formación de profesionales sobre la interpretación del pasado y, por eso mismo, de interpretaciones sobre el presente.

Las carreras de Historia en las universidades públicas argentinas no tienen un programa unánime –la autonomía universitaria así lo permite– pero comparten algunos rasgos comunes. Del costado de los rasgos positivos, puede afirmarse que desde 1984 a esta parte los planteles docentes que las dictan se han profesionalizado sostenidamente; que en casi todas ellas se han instrumentado mecanismos institucionales para formar recursos que permitieron y permiten el recambio generacional; docentes y estudiantes se han vinculado de manera cada vez más sólida con organismos de investigación (como el CONICET o la Agencia, entre muchos otros) y, en general, tienen una grilla que, gracias a un equilibrio entre contenidos regionales, nacionales y universales, permite a sus egresados desempeñarse de manera solvente tanto frente a desafíos domésticos inmediatos (dar clases, para el caso de los profesores) como destacarse cuando son evaluados internacionalmente. Vista “desde afuera”, la formación universitaria en Historia que puede obtenerse en la Argentina es, sin ninguna duda, de calidad.

Ahora bien, frente a una nueva oportunidad de modificar los planes de estudio –las anteriores fueron a comienzos del gobierno de Alfonsín y a durante la presidencia del senador Duhalde– las conversaciones que se dan docentes y estudiantes parecen girar alrededor de urgencias impuestas por el orden de los tiempos (espacios curriculares dedicados a la escritura académica; a la educación sexual integral; a la formación en derechos humanos, etc.) pero no se manifiesta ninguna intención de discutir, como parecería lógico en este caso, las condiciones históricas de los programas vigentes para poder pensar en las novedades que necesariamente deben introducirse en los que van a reemplazarlos.

En primer lugar, parece aconsejable considerar ante todo la historicidad de los sujetos: el estudiantado de 1984 no existe más, y el profesorado de entonces, tampoco. Quienes tengan la ocasión de definir los nuevos contenidos de esta carrera debieran asumir la brutal transformación que experimentó la sociedad argentina al mismo tiempo que considerar que la revolución tecnológica que signó el último medio siglo obliga a mucho más que “adaptaciones curriculares”. Las formas de ganarse la vida han cambiado y la transformación tecnológica dice directamente que estamos en otra era. No hay gente que pueda pasar seis horas al día en un edificio estudiando. La atención ya no se sostiene por espacios prolongados: se puede luchar contra esto, pero ignorarlo puede conducirnos a nuevas frustraciones gnoseológicas y tragedias políticas, como la que estamos atravesando. Retener y potenciar a este estudiantado en la universidad pública, gratuita y de calidad exigirá la imaginación en materia de ejecución de currícula.

En segundo lugar, cuando se discute una carrera universitaria se pone mucho el foco en los “espacios” pero no dentro de los espacios curriculares, que –en muchos casos– se siguen apoyando sobre agendas que también se han transformado. La Universidad argentina (en general) pero las carreras de historia en particular (y algunas más que otras), han dado la espalda a ciertos temas cuya importancia, en estos 40 años de democracia, no ha hecho más que aumentar. Nuestras grillas de enseñanza, hijas de la “normalización universitaria” de 1984, mantienen todavía fobias y notables ausencias alrededor de problemas de primer nivel como las creencias religiosas, los problemas militares y policiales (defensa, seguridad interior), la historia marítima, Malvinas –en la UNR fue durante años un tema tratado solo por los equipos de Relaciones Internacionales y Ciencia Política–, la salud pública y sus políticas y, aunque parezca mentira, también se encuentra relegada la enseñanza de la historia local en su larga duración, la historia económica o la historia de la tecnología aplicada a las economías regionales.

En tercer lugar, no es posible que un programa de enseñanza funcione si no se considera la dinámica de su ejecución. Los planificadores suelen parcelar las estructuras de un programa cerca de un número máximo de horas sin tomar en cuenta que su excesiva subdivisión agrega, para el cursante, situaciones que insumen un tiempo que cae fuera de todos los cálculos: cada subdivisión del programa supone más situaciones de evaluación, más cierres, más superposiciones. La detonación de los programas (de Historia y de muchas otras carreras) que contenían asignaturas anuales se hizo a expensas de un tiempo robado a las vidas de los estudiantes sin jamás haber considerado que se les quitaba un insumo clave para pensar… el tiempo. Siempre hay oportunidad para revisar cuáles son los espacios donde puede tratarse lo que es importante. Si bien la problemática del artículo puede parecer minúscula frente a otros grandes problemas nacionales, me permito recordar que los debates políticos fundantes de nuestra historia nacional siguen siendo agitados (y muchas veces banalizados) en las palestras públicas y que solo a expensas de un tremendo desprecio por la historia se puede firmar un pacto de mayo en julio.

* Darío G. Barriera es Prof. Historia de América Colonial (UNR), Investigador Principal (ISHIR, CONICET), Premio Nacional de Historia