LAS HUELLAS SEMIBORRADAS DE LA UTOPÍA

Por Ricardo Forster

El lenguaje guarda, dentro suyo, la posibilidad de múltiples significados; sus palabras, incluso aquellas que parecían ser univalentes y cuyo sentido no genera dudas ni grandes discusiones, llevan, siempre, el germen de la diversidad. Como si en el misterio del decir y del nombrar se siguiera manifestando la riqueza inaudita de la vida, su proliferación inagotable de forma y contenido que vuelve literalmente imposible el monolingüismo, la unidad del significante y del significado. Para expresarlo de otra manera: desde los remotos orígenes de la cultura, las palabras de los humanos se han afanado por encontrar el camino recto y sin tropiezos al orden de las cosas; han buscado con insistencia la verdad en el decir y la correspondencia entre el nombre y lo nombrado. Tal vez la cultura, nosotros, no seamos otra cosa más que el producto de un fracaso, la extraordinaria y al mismo tiempo desoladora convicción de una imposibilidad: nada es igual a sí mismo, las correspondencias se disuelven mientras se multiplican las significaciones. Y de allí ha nacido una paradoja: soñamos, siempre, con articular el nombre apropiado, con encontrar el camino que nos regrese al hogar perdido en el comienzo de nuestra travesía por el tiempo, por el lenguaje y por la certeza de la muerte; y ese sueño desiderativo se ha convertido en energía y movimiento, en acción y transformación de nosotros mismos y del mundo. Desde el comienzo más arcaico y remoto de la existencia humana esa energía y ese movimiento jamás se ha detenido. Nuestra referencia no es lo dado sino lo deseado, no aquello que nos rodea sino lo que se esconde detrás del horizonte. Al menos, y para no remitirnos tan lejos en la historia, esa ha sido la impronta que dominó la experiencia de la modernidad.

     En estas páginas nacidas de la convocatoria de la revista Soberanía, se trata, entre otras cosas, de sueños y de deseos, de búsquedas y de extravíos, de triunfos y de derrotas, de intervenciones en el movimiento de la historia que han dejado sus marcas en nuestra actualidad que pareciera haber perdido la visión del futuro y haber extraviado la memoria del pasado. Marcas que, aunque parezcan desvanecidas o invisibles, están en nosotros, habitan nuestros cuerpos y nuestros deseos de otros mundos. En medio de la noche de la desesperanza seguimos soñando la diferencia. Abrumados por la soledad de un presente que pareciera repetirse eternamente a sí mismo algo, sin embargo, sigue repicando en nuestras fibras más íntimas como recordándonos, como dijera alguna vez Theodor W. Adorno, que si el ser humano alguna vez imaginó vivir en el paraíso seguramente, en algún tiempo mañanero, volveremos a encontrarnos con él. Por eso cada vez que convocamos el espectro de la utopía nos internamos en los pliegues de una tradición de revueltas y de esperanzas, de sueños edénicos y de sociedades cerradas, de insurrecciones del alma en busca de renovaciones y de políticas de la verdad y del orden, de teorías que salieron a cazar a sus portadores y de portadores que creyeron que estaban realizando el paraíso en la tierra. Cada vez que pensamos la utopía también nos topamos con sus delirios y sus pesadillas. Pero también es un viaje que recorre, hacia atrás, las huellas del sueño y del deseo, de la expectativa y de la imposibilidad, de la quimera y de la materialización histórica. Un modo de detenerse en las distintas estaciones en las que se fue deteniendo el tren de la historia para redescubrir lo político en el interior de las arquitecturas que buscaron diseñar otras sociedades enfrentadas al orden de las cosas vigente, que intentaron construir alternativas a las injusticias de los poderes dominantes; soñadoras de otras formas de sociabilidad y de intercambio entre los seres humanos y, por qué no, en convivencia con las otras criaturas de la naturaleza. Seguirle la pista a esa palabra desgastada por el tiempo y por los usos: la utopía, es un modo de insistir con los sueños ya soñados por un sinnúmero de generaciones. Es resistir al discurso de la inexorabilidad y al reinado absoluto de las distopías como única promesa para la humanidad por venir.

     Esta es la palabra que recorre como un hilo dorado los intentos de interrogar lo que se guarda en el presente y lo que insiste desde el pasado. Es, siguiendo en esto a Ernst Bloch, seguirle la pista a esa energía desiderativa y a esos “sueños diurnos” como la llamó el filósofo alemán, muchas veces oculta pero siempre activa, que fue forjando el futuro de cada generación. Una palabra -la utopía- forjada en esos talleres donde alguien soñó la diferencia, donde alguien describió una geografía distinta a los hombres y las mujeres de su tiempo abrumados por la desesperanza de un presente eternizado y repetitivo. Palabra destinada a peripecias sorprendentes y a cristalizaciones muy diversas y encontradas; palabra lanzada como una flecha hacia el futuro que, muchas veces, no hizo otra cosa que destronar toda posibilidad de un mundo mejor al que, paradójicamente, buscando realizarlo lo alejaron de su concreción. Palabra que ha remitido a distintas significaciones: igualdad, verdad, homogeneidad, fraternidad, comunismo, jerarquía, orden, disciplina, patria, comunidad, libertad, amor, y la lista se extiende en múltiples y diversas resonancias. Palabra abierta, entonces, a la indispensable interpretación, a la querella producida por su polisemia y a esas otras abiertas por sus cristalizaciones en la historia. Una palabra para soñar mundos de igualdad y belleza o para profetizar un orden capaz de acallar las voces de la disidencia y de la diferencia; palabra que soñó y sueña la amalgama entre libertad y necesidad y que, allí donde esa amalgama se intentó realizar, acabó generando la más radical de las violencias y la forma oscura de un orden represivo. Como si un fatal antagonismo habitara la potencia creadora y destructiva de una palabra que hizo mundo y que también lo deshizo. Al desvanecerse la tradición utópica también se desvanece la energía capaz de soñar que “otro mundo es posible”. Infinitamente más grave que sus fallas, errores y derrotas es su desaparición de la capacidad humana de ensoñar la vida dejándoles la palabra de futuro a las peores pesadillas de una derecha recargada.  

     Porque la tradición utópica, lo que se guarda en el interior de esa palabra noble y rapiñada a la vez, nos conduce, en nuestro viaje histórico-crítico tanto hacia el deseo de felicidad en la tierra como hacia la construcción, muchas veces, del infierno. Metáfora que encierra, casi al mismo tiempo, la aspiración a la libertad y la afirmación tiránica de lo absoluto y omnipotente. La tradición utópica, la que va de Tomás Moro y los pensadores del renacimiento, la que pasa  por los anarquistas y socialistas, por poetas y filósofos y llega hasta nuestros días en los que se mezclan las revoluciones sociales y los totalitarismos fascistas, las ilusiones narrativas del cine y los nuevos lenguajes de las tecnologías digitales y algorítmicas, exige, de nosotros,  un arduo e indispensable ejercicio de interpretación que sea capaz de recorrer sus voces no siempre armónicamente polifónicas; que pueda internarse, como lo intentamos en estas apretadas páginas, en sus principales rasgos y en aquellos nombres -que no abordaremos acá- pero que le dieron su consistencia a lo largo de los siglos. La lista es cuantiosa: Platón, Al-Farabi, Campanella, Moro, Los hermanos del libre espíritu, Francis Bacon, Joaquín de Fiore, Winstanley, William Morris, Bakunin, Saint-Simon, Fourier, Owens, el príncipe Kropotkin y los nombres siguen… Al pensar el origen de la cultura, el nacimiento de lo propiamente humano, Claude Levi-Strauss no solo destacó la prohibición del incesto como punto de partida irrevocable sino que señaló otras dos formas misteriosas que articularon la complejidad y la diversidad del lenguaje de los humanos: la primera melodía articulada por nuestros lejanos antepasados como apropiación creativa de los sonidos de la naturaleza, y, pensando en lo que venimos sosteniendo, la invención de la primera metáfora, aquel hallazgo que potenció, casi hasta el infinito, la capacidad del lenguaje para intentar decir la exuberante diversidad y multiplicidad de la vida y de los deseos. La palabra “utopía” ha sido, a lo largo de la historia, una suerte de metáfora capaz de encerrar innumerables proyectos y ensoñaciones que buscaron, desde diferentes realidades y creencias, diseñar un mundo mejor. Esa es la energía transformadora de la que hablaba Ernst Bloch y que lo llevó, en un giro inverso al de Spinoza, hacia “el principio esperanza”.

     El ánimo de este artículo es el de confrontar distintas perspectivas que se fueron desplegando en el interior de la tradición utópica, pero no para tratarlas como piezas de museo, como bellos discursos ya acontecidos y guardados de una vez y para siempre en el desván de las cosas viejas; la intención es interrogar en relación a esa máquina desiderativa que no sólo alimentó quimeras y extravíos, sueños cargados de fantasías irrealizables, imaginaciones desbocadas y narrativas exclusivamente ilusorias, sino que, fundamentalmente, atravesó y atraviesa las prácticas constructivas de nuestras vidas sociales e individuales. Buscamos pensar esa tradición a través de sus modos de presentarse en la historia y de su presencia entre nosotros (pero también nos interrogamos por sus ausencias, por su olvido, por su deslegitimación en los discursos dominantes). Hacer presente el pasado describiendo las peripecias de una tradición compleja y multívoca; hacer pasado el presente destacando la persistencia hoy, aquí, entre nosotros, de esa misma tradición que interpela lo que somos y lo que soñamos. Incluso allí donde no lo sepamos o incluso en una época, la actual, que ha girado brutalmente del lenguaje utópico al lenguaje distópico. Que lejos, muy lejos, de hacer del futuro la tierra de la realización del ideal utópico lo ha convertido en un páramo dominado por las más espeluznantes figuras del apocalipsis. Las utopías nacidas en los talleres de antiguas rebeldías en nada se asemejan al apabullante aquelarre de propuestas distópicas que hoy alimentan nuestra visión del futuro. Hasta el punto de que ya no nos resulte extraña la proliferación, en las plataformas digitales que han revolucionado la industria cultural, de una inacabable serie de programas cuyo eje temático común es la visión distópica del mañana inmediato. Pocas épocas estuvieron tan secas de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la gramática de la utopía se corresponde con el borramiento del futuro. O, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del capital como el punto de fusión y realización de sociedades capaces de hacer confluir la libertad absoluta de mercado, un narcisismo hiperbólico junto con ciertas formas de neocomunitarismo y todo ello mezclado con autoritarismo, jerarquía y conservadurismo moral. Una utopía dominada por el dios dinero y el dios flamígero.

     Voces plurales las que se entrelazan a lo largo de la milenaria empresa de soñar la comunidad de los iguales o de proyectar, hacia un futuro distante, ensoñaciones y pesadillas, sueños desiderativos y catástrofes inclasificables. Algunas de esas voces salen a la pesca de tradiciones antiguas y venerables; otras se detienen con intensidad en el análisis de los entrecruzamientos de los sueños utópicos y los llamados a la revolución. Voces que recorren los mil senderes de las rebeldías y de los deseos, de las apuestas redencionales y de las proclamas que intentan cerrar el movimiento siempre incesante de la historia. Pensar hoy la utopía, inscribirla en una saga de incontables rebeldías es un modo de resistir a la uniformidad tecno-digital, es una manera de escaparle al dominio de una razón instrumental que hoy encuentra en los algoritmos y en la Inteligencia Artificial sus nuevos heraldos promotores de la última distopía. Voces que se detienen a reflexionar en torno a la presencia de la oscuridad en la luz, del mismo modo que deconstruyen la palabra y la tradición de la utopía para eludir cualquier dogmática entendiendo que el largo periplo de esa tradición estuvo sobrecargada por esa dialéctica. Así como la revolución, en tanto mito decisivo de la experiencia moderna, ha quedado, como decía Nicolás Casullo, a nuestras espaldas, convertida en pasado y en gran medida vaciada de sus contenidos transformadores, la utopía se ha vuelto una palabra agotada que muy pocos pronuncian sin un dejo de nostalgia.

     La utopía (el plural también le corresponde) ha sido relegada, convertida en fábula no solo por el discurso académico dominante y hegemónico para el que apenas si es un anticuado objeto de estudio, sino que eso también ha ocurrido, de un modo muy preciso y actual, en los imaginarios juveniles en los que predomina la fascinación por un presente continuo que se repite a sí mismo como un mantra desplazando al armario de las experiencias en desuso tanto lo que nos remite al pasado como aquello otro, indispensable en la lengua utópica, que nos envía hacia el mañana. La utopía destronada allí donde se la vuelve relato fabuloso o mera quimera, juego desbocado de una imaginación que aspira a lo imposible y a lo irrealizable. Pieza de museo que remite, en el mejor de los casos, a tiempos arcaicos atravesados por ilusiones infantiles, aquellas que soñaban transformar la vida de acuerdo al ideal de la perfección. Época, la nuestra, de obturaciones múltiples afirmadas en la certeza de la inmodificabilidad de lo existente, en el dominio abrumador de una lógica posibilista y pragmática que desconfía de la imaginación poética entrelazada con los lenguajes de la política. De ahí nuestro desafío: repensar la tradición utópica en un tiempo de desilusiones, desesperanzas y olvidos; recorrerla hacia atrás persiguiendo sus huellas, las más evidentes y las semiborradas destacando, siempre, la profunda imbricación entre nuestra actualidad y lo acontecido; interrogando por su pertinencia en una realidad contemporánea que se desliza velozmente hacia la lógica del olvido y hacia el festejo de lo fugaz e instantáneo. Apostando a que sus desvanecidas influencias sigan silenciosas habitando los pliegues de lo humano.

     Un desafío a contramano y a destiempo, la imperiosa necesidad de establecer un diálogo entre la erudición y la enseñanza universitaria, la que rescata del fondo olvidado de la historia saberes indispensables, sagas cruciales protagonizadas por los ninguneados y derrotados, por los invisibles y los explotados, por esas masas anónimas que se atrevieron a cuestionar las diversas y perversas formas de la dominación, y las percepciones de la nuevas generaciones que, en la mayoría de los casos, han roto las amarras con lo esencial de esos otros tiempos. Tal vez por eso repensar hoy, acá, en una época destemplada, la utopía, sus caminos múltiples y cargadas las alforjas con diversas y muchas veces encontradas arquitecturas de una nueva sociedad, pero sin utopizarla, sin volverla intocable y sagrada como último ideal incontaminado por el decurso de la historia que todo lo arruina. Se trata, antes bien, de romper falsas ilusiones, de rebasar los dogmatismos y los giros reduccionistas o puramente afirmativos para describir una tradición abigarrada y compleja, variada en sus proyectos y en sus postulados y portadora de objetivos políticos muchas veces antagónicos y enfrentados al punto de imaginar mundos por completo diferentes. Se busca perseguir esas huellas -insisto cargadas de múltiples imaginarios- no para llegar a la tierra prometida, al edén de la felicidad, sino para descubrir, allí donde fuera posible, las andanzas soñadoras y abiertas de las mil lenguas de la utopía, las que podían conducir al ideal de la vida buena o aquellas otras que llevaban al pantano de la unidimensionalidad y de lo absoluto. De ahí   que haya que hacerse cargo, en el arduo trabajo de recuperar las voces de una tradición acallada, de proyectos y sueños prolíficos en señalamientos maravillosos y espantosos, de potencias libertarias y de cerrazones autoritarias. Una tarea de removedores de escombros allí donde los huracanes de la historia hicieron su trabajo de destrucción, en especial con muchas de esas voces forjadoras de sueños desiderativos, de apuestas frustradas y de ilusiones desvanecidas.

     Quizás lo que escribimos no sea sino otro de los trazos esperanzados dejados, en un papel secante, por las escrituras utópicas. Un modo, algo ilusorio, de reconstruir algunos de esos puentes que vuelvan a despertar, en las actuales generaciones, la pasión de las herencias y los legados. Con ello, pero sabiendo que nuestro gesto tiene mucho de quien arroja una botella con un mensaje al mar embravecido, estaremos intentando, sin ninguna certeza de alcanzar la meta, reabrir el diálogo entre generaciones, aquel que descubre que nada de lo acontecido en el pasado se pierde para aquel que permanece atento a su llamado y a sus insistencias. Pero intuyendo, y sobre todo esto giran las huellas dejadas en este breve escrito, que nada del pasado espera, desde su supuesta eternidad, para que alguien en el presente lo convoque tal cual fue. Toda relación con lo acontecido supone el juego exuberante de la interpretación, de la proyección, hacia atrás, de nuestras inquietudes y prejuicios, de nuestra sensibilidad y de nuestros obstáculos. Con esto queremos decir que nadie sale indemne de la experiencia de toparse con la tradición utópica, ni quien escribe estas páginas destinadas a ser parte de un dossier de una revista universitaria ni aquellos que están dispuestos a internarse por las sendas que nos podrían conducir, sin garantías de ningún tipo, hacia esa conversación que, hoy más que nunca, se vuelve indispensable con todos aquellos que soñaron que nada en la vida ni en la historia alcanza el estatuto de lo inmodificable y de lo eterno.